14 de junio de 2012

Monsieur Lazhar (2011)



Muerte, unisex. Mu-er-te, tres sílabas. M-u-e-r-t-e, seis letras. En el final y sin retorno.

No sé más que eso.

Intenté hacer una descripción –introductorio ejercicio literario- de las certezas y efectos de la muerte. Certezas sobre el muerto y efectos sobre los vivos. Algo así como que la muerte, para el muerto, dura lo que se desvanece la imagen en el televisor apagándose. Mientras que para el vivo es una tarde de domingo con la pantalla en auto-zapping  y shuffle. Y algo de los fantasmas también. Algo como que el muerto se entierra y el fantasma es su recuerdo, o que enterramos los recuerdos y así los vivos nos hacemos fantasmas. No sé, al final no resultó. Sólo una vez fui al cementerio; y fue comiendo helado y sin flores.

Martine, la profesora del curso protagonista, se suicida la noche del miércoles en su salón de clases. El jueves en la mañana, Simón, mientras llevaba las leches para su curso, descubre su cuerpo colgando desde un tubo. La imagen es así; lejana, insegura y casi difusa. Simón (Émilien Néron), antes de ir por ayuda, queda aterrado sobre los casilleros que visten los dibujos tiernos y asimétricos de alguna mañana recreativa. La profesora que acude, casi en un acto reflejo, se lanza sobre los niños que vienen subiendo y sacando sus abrigos para refugiarse en las primeras clases de un nevado día. Que se pongan las chaquetas, que bajen, que vuelvan al patio. Sin embargo, Alice (Sophie Nélisse), curiosa y sigilosa, camina hasta la franja de vidrio que corta la puerta y hace de encuadre a la muerte violenta, mientras la profesora, cual heroico peatón que salva a su compañero de un atropello inminente, la tira en dirección contraria con la fuerza que quiebra una escena y arranca a los créditos de apertura.

Esa es la síntesis de la tragedia sin el factor Lazhar. Los profesores y apoderados juegan cartas sobre las lápidas mientras preparan zuko con el agua de las flores. Relinchando.

Bachir Lazhar (Mohamed Fellag) será el catalizador; la crisálida en la que se envolverá junto a los niños para salir de la convulsión en la que se encuentran. Hará de puente entre la visión de especialistas distraídos que tiene la institución y la inocencia de los niños que, como bien dicen en un momento, no están traumados, sus padres lo están. Trauma entendido no como el temblor que nos produce la muerte, sino como la incapacidad para sentir el movimiento telúrico. De esta forma la relación se enfoca sobre los dos niños del principio. Por un lado Simón se siente culpable por la muerte de Martine, y por el otro Sophie tomará las cosas con rabia, alegando que esto ha sido un acto de violencia y que por las naturalezas propias de la muerte Martine no puede, pero debería, ser sancionada. Una reacción que dista de la actitud de los adultos. ‘’No dejes que Simón traiga de nuevo la foto’’ dice la directora, cuando la foto de Martine dibujada con alas de ángel y una soga al cuello no es nada más que el reflejo de la inocencia de los niños, y la afirmación de que uno no muere hasta que es olvidado.

Lo mejor de Monsieur Lazhar, nominada al Oscar por Mejor Película Extranjera, son el tratamiento (parece que siempre) y sus concisos personajes. Hablar de la muerte ya es un tema nubloso y de luna llena, así que hablar de la muerte con niños es como jugar yenga mientras se cruza el pacífico en un bote pescador. Sin embargo acá esto se logra hacer con sinceridad y cautela, como se debe, y más ejemplificador de su pericia aún es el mostrar los errores de los adultos, sus tropiezos y las torpezas cuando intentan arreglar un tema tan vivo como la muerte. Los muertos no saben de su mundo, y los que no pueden conectar ni fantasmas son. Zombies tampoco. No sé que serán. Pero que, por ejemplo, nunca nadie se haya llevado las cosas de Martine, siendo que con la construcción a goteo de su personaje imaginario vamos notando lo frágil que era, y por sobre todo ansiosa de conectar los caminos lejanos y austeros que son las personas, es muestra de que sus colegas nunca estuvieron ahí, que al contrario, como fantasmas en vela pasaban a través de los demás sin percibirse ni sentirse. ‘’¿Por qué alguien se suicidaría acá?’’ le pregunta Lazhar a su coqueta compañera, a lo que ella responde ‘’¿Bajemos?’’, refiriéndose a la fiesta que tenían los niños unos pisos abajo.

Llegando al final de la película Lazhar cierra su luto, esa razón que la gente dice que uno necesita para poder decir adiós, goodbye, sayonara, chau-chau. De la misma forma, las cosas se van empujando para que Simón deje salir sus fantasmas y entienda que, muchas veces, los hechos se suceden confusos y los culpables caen como suposiciones de razonamientos erróneos. Gran actuación. Algo parecido con la composición de Sophie, que llega no con la fuerza de la interpretación, pero sí con ese fantástico contraste entre la inocencia y la sabiduría infantil.

Después de todo, del quiebre pausado de la crisálida, entendemos que las cosas de la vida y de la muerte no deben ser nunca etiquetadas ni uniformadas. Que el abrazo de un final logra entregar más que el tirón de un principio, y que muchas veces somos extranjeros en nuestros planetas intentando hacer nudos con los demás.

4 de junio de 2012

Drive (2011)

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En tiempos en que la acción, las películas de fin de mundo, y los superhéroes se producen -y reproducen- como pulgas de mar o predicciones sísmicas, viene a ser un masaje neuronal una película como Drive, que a pesar de ser parte de un género con elementos tan manoseados como los anteriores, la trata con consciencia; sin ganas de correr desnuda por el centro, sin arrebatos ni habladurías. 
En el cine sobran los altares a las señaleticas atropelladas, derrapes humeantes, y la adrenalina del centro de la ciudad como un gran campo de obstáculos movedizo (puntos extras por peatones esquivados). Así mismo con los autos. Esas bestias con armaduras coloridas y aliento a monóxido que crean el mix ideal junto a las mujeres voluptuosas. Uno a cada lado. Sin embargo, tal como dice Shannon, es el interior del auto el que lo convierte en la máquina que es, no el exterior; y esa, es la gracia última de Drive.  Porque una película de autos no te amarra a la velocidad y las explosiones, así como una de amor no siempre se desborda en besos, llantos y promesas. 

La historia se introduce con un trabajo del conductor de Ryan Gosling que, claramente, desemboca en una persecución, pero que es desde el principio -incluso antes- tratada con cautela; más como una misión de espionaje que otra cosa. En un solo momento están siendo realmente perseguidos por un auto policial, y el pauteo de la escena lo dan las respuestas de la radio policial, no la acción de unos destartalados brazos resbalándose por las calles de Los Angeles. Sucede también que la cámara está siempre adentro, o al menos, en el auto, por lo que nos convierte en el pasajero faltante; el silbido extenso como a bocanada de viento da la sensación de velocidad, y como co-pilotos no podemos evitar el rostro determinado y sereno del conductor. No hay nunca tomas de helicóptero que lo hagan parecer uno de esos programas de persecuciones policiales, como tampoco tomas del Chevy Impala galopante por la carretera, porque después de todo es el auto más común de Los Angeles. Nada para presumir. Incluso en esos segundos que son perseguidos, la toma del auto policial acechante es desde la perspectiva de los prófugos. No hay tomas amplias de las naves derrapando en las curvas para entrar a la calle directo a nosotros. De hecho, cuando corre esquivando los autos de la pista nunca nos levantamos por sobre el Chevy, al contrario, nos agachamos en la misma toma del principio; como un ninja silencioso.

Drive es una película concisa donde nada sobra. Comienza con cuidado, como quien tímidamente pide permiso para entrar a una casa ajena, pero una vez que le han ofrecido algo para tomar se suelta a romper con todo, cual gorila perdido en el metro. Después que conocemos la miseria de sus personajes se da luz verde y todo corre sin pausas, sin líneas, sin señales que retrasen. Es después del atraco frustrado que las cosas se descontrolan -la persecución resultante es lo más cercano a las persecuciones que conocemos-; sesos que explotan, puños machacados y el mar que todo lo limpia. Curiosamente hay una muerte para cada uno: mientras uno es banalmente baleado otro sucumbe ante la épica fuerza del mar. Algo parecido sucede con los villanos que, como la violencia, están fuertemente caracterizados. Esto lo digo refiriéndome a la caracterización externa -no hay mucha psicología en esta película- Después de todo, en contraposición a lo dicho en un principio, el otro punto fuerte de Drive que es imposible dejar de lado, es su fachada. Bernie (Albert Brooks) y por sobre todo Nino (Ron Perlman) parecen sacados de un cómic. No tendrán un poder ni un elemento que los identifique –como a Driver lo identifica la chaqueta de escorpión- pero tienen el desplante y la fuerza de esos primer planos que complementan perfectamente con la estética del film. Así, continuando, ocurre el mismo tratamiento con los espacios, que más que lugares o situaciones se convierten en fotogramas; el fuerte dorado del ascensor; el rojo, las mujeres y los espejos –que se repiten- de cuando va con el martillo donde Cook (James Biberi); la pizzería de Nino en la noche; las luces de la ciudad y también el trabajo que hay con la luz material –de entre otras cosas está el faro en la playa y Ryan Gosling enmarcado en la puerta de vidrio frente a la pizzería-. Oh y cómo no mencionar la música, que le da un leve toque futurista y seductor a estas situaciones de colores a ratos metálicos. Driver bien podría ser un astronauta que regresa de algún planeta de escorpiones alienígenas y mutantes adictos a la velocidad.

Creo hay que dar una atención especial a la actuación de Ryan Gosling. Si bien esta no es una película con intensos e informativos diálogos, ni tampoco con flashbacks esclarecedores de la mente de sus personajes; es el otro lado, el silencio y la inesperada violencia de Driver, lo que nos hace pensar y sacar de nuestro desconocimiento sus más profundos pensamientos. Mientras no hay frases que nos muestren su mutación más personal,  su rostro sí lo hace, y más interesante aún; su ropa. Su chaqueta y sus botas, como un traje de superhéroe, lo acompañan en cada escena, así las marcas de sangre de cada encuentro se mantienen allí intactas, recuerdo constante de cómo todo se ha ido a la mierda.

Puede que Drive no se convierta en uno de esos clásicos de todos los tiempos, difícil. Pero está claro que ha desatado una estética propia que rememora, como han dicho, muchos elementos de películas que no he visto –de ahí que no pasen más allá de esta frase- pero que son fáciles de intuir. No por nada ganó el premio de mejor director en Cannes, y un año después de su estreno su nombre se sigue repitiendo en el infinito internet.

23 de abril de 2012

Le Feu Follet (1963)

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Louis Malle contaba en una entrevista que a lo largo de su vida siempre había sido el más joven en todo: Fue el más joven de su clase en graduarse y con sólo 24 años ya había co-dirigido un documental junto a Jacques Cousteau (El Steve Zissou de Wes Anderson) y que más encima se ganó la Palma de Oro de ese año. Pero aquello, como todo triunfo o tragedia constante, se convirtió en un tema. Llegadas las tres décadas de su vida sintió que la vida se le asentaba, y a pesar del continuo éxito en su trabajo sentía una nausea existencial en el viaje. Era el tiempo incansable que le gritaba sobre la adultez. Así, mientras Malle lidiaba con sus melancolías, tenemos por el otro lado a Pierre Drieu LaRochelle, un novelista francés que mantenía una relación de amistad con el poeta Jacques Rigaut, un hombre con problemas con la bebida (así como le dicen) y que frecuentemente hablaba sobre suicidarse, hasta que contra los pronósticos de sus cercanos, a la edad de treinta dejó de hablar y se dio un tiro contra el corazón. Las cosas se empiezan a armar. Después, Drieu LaRochelle, 
de alguna forma acechado por los ignorados anuncios del suicidio de su amigo, escribe esa novela llamada Le Feu Follet, y que por esas vueltas extrañas caería como una segunda piel sobre los treinta años de Louis Malle.
Varias décadas después Wes Anderson recordaría el film en la escena del baño de los Royal Tenenbaums. I’m going to kill myself tomorrow y Elliott Smith de fondo, otro más que se fue por su cuenta.

Alain Leroy (Maurice Ronet) está cansado. Recorre melancólicamente las calles de París, las camas de los hoteles, los cafés y las casas de sus viejos amigos. No logra conectar, dice, y es más difícil aún cuando todo ha cambiado. Los amigos se convirtieron en adultos; ya han aceptado la situación. Las mujeres siguen rondando con sus piernas abiertas, acechantes, pero Alain ya no puede hacer el amor ni tampoco amar porque está demasiado consciente de su tragedia. Malle decía en una entrevista que está lleno de gente que cree estar amando y haciendo el amor todos los días, sin darse cuenta que en realidad no tienen idea de cómo hacerlo, ni tampoco de qué se habla cuando se dice te amo, pero lo ignoran y así continúan tranquilos. Para los conscientes es distinto, te envenena. Alain, de hecho, está tan consciente de su tragedia que a pesar de llevar tres años sin consumir alcohol continúa asistiendo al hospital por más que le digan que ya se ha sanado. Estar sano aquí es tan engañoso como el amor.

Alain no es expuesto a situaciones dramáticas. No hay actos de quiebre de los que notemos la extrema melancolía en la que está inmerso. Aquello es más bien expresado por sus pensamientos -por ejemplo la primera escena que se convierte en la síntesis del sentimiento de toda la película- o también por actos pequeños y solitarios. El momento en que Alain vuelve a su habitación en el hospital es esclarecedor de su situación; son varios elementos conjugados. Lo primero son los recortes de diario con noticias de suicidios, nada más directo que eso. Después, en un nivel más conceptual, están las cosas que van cayendo; el poster pegado en la pared, su perchero con ropa y la torre con cajas que arma frente al espejo. También lo vemos intentar escribir; una toma por cierto larga, pero que logra capturar el acto nada simple de traspasar los pensamientos al papel, y que acaba en frustración al tachar con marcador todo lo escrito. Por último juguetea con la pistola, y al acostarse deja dicho lo que acaba con cualquier suspenso posible: I’m going to kill myself tomorrow. Creo que esta secuencia es suficiente ejemplo para reflejar el estilo del filme.


La melancolía de Alain es sobre todo solitaria. A pesar de necesitar de los demás para existir, ellos poco saben de ella. Aquello sucede porque hablamos de un sentimiento ya asentado, que no necesita de vagos intentos con los demás para ser validado. De esa forma la película se enfoca sobre Alain y nadie más. No importa qué mujer haya mostrado más, o qué amigo haya entendido mejor, menos aún si hablamos de un barman o de su mujer. Aquí son todos iguales y sirven sólo como conector de Alain y su condición. 
A manera de interiorizarse con el personaje Louis Malle puso gran énfasis en las expresiones de Ronet. Pero el entorno sigue siendo importante, aquí hay una naturalidad como la de las películas de Truffaut o Godard, lo cual es perfecto para empatizar con la tragedia en la que estamos metidos. Cuando Alain está en el café, en el hotel o en su habitación, estamos nosotros también. Hay una concientización del espacio que hace de puente hacia el mundo del filme, y que va de la mano con el ritmo, la duración y movimiento de cada toma. Eso siempre se agradece; la capacidad de tirarte dentro del cuadro. Y debería ser la aspiración última del cine. No se trata de la realidad virtual o la tecnología 3D, sino la capacidad de darle suficiente naturalidad a un artificio como para creerte parte de él. Vamos.

“Me suicido porque no me quisiste, me suicido porque no te quise. Porque nuestras relaciones fueron cobardes, me suicido para estrecharlas. Dejaré sobre ustedes una mancha imborrable”    

20 de abril de 2012

Janela da Alma (2001)

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Con la internet la información parece infinita, cuando lo cierto es que es finita y que la realidad son las posibilidades multiplicadas. Mentiría si dijera que antes la forma de acceder a la información era así y asá y ahora me siento maravillado con los caminos que me han abierto los medios masivos. Casi que nací con internet y nunca leía los diarios. Un casi que nací  porque la información se me desplegó conscientemente a los 17 y me instalaron banda ancha a los 14. Entremedio llegaron las películas y después de los tres sucesos asentados me di cuenta que, muchas veces, si quería saber de algo ni siquiera tenía que conocer su existencia, nada más había que esperar (en un sentido lírico) porque si era relativamente relevante este se mostraría por su cuenta. Suena medio bíblico: la información revelada., pero así parece que funcionara. Está este universo de datos flotantes y está la gente abajo mirándolos: con el tiempo, como alimentados por los ojos que los observan, agarran peso y caen como las tablas de moisés. Y así, después de navegar por varios circuitos, terminas acá. Quizás un amigo te recomendó a Elliott Smith y lo escuchas por primera vez; quizás estás pasando por algún quiebre o nada más es esa hora del día en que la melancolía se asienta y escuchar a un artista muerto te pone en sintonía; puede también que sea producto del azar, que luego del undécimo click por entre los related videos el punteo de esa guitarra te haya detenido y, después de unos segundos hipnóticos, el viaje fuera de foco a través de la ventana del auto te haya cautivado. Así, Janela da Alma, sin buscarla ni esperarla, te golpea en la cara como esas hojas de diario que en las caricaturas de la infancia traen alguna revelación o una noticia importante que quiebra la trama; que nos quiebra el día con la curiosidad que traen los mundos extraños. Después de todo, estamos bombardeados siempre por los mismos temas: que la noticia policial, que la chick-flick, que si es coca-cola la bebida, que bienvenido a copec buenas tardes mi nombre es Matías en qué lo puedo ayudar, que el cuadrado del binomio, que no me siento para dar el asiento, que los comerciales en el metro, que el afiche en el paradero, que si llevo hallulla o marraqueta y en la casa los mismos fideos de ayer. Poco sabemos sobre los mundos ajenos y, no sé ustedes, pero el Aló Eli nunca me gustó.

En resumen, el documental se estructura alrededor de las ideas de estas 19 personas que sufren algún tipo de discapacidad visual: desde el estrabismo hasta la ceguera total; discursos que son a la vez atravesados por distintas imágenes, como el video mencionado en el párrafo anterior, que nos ponen a tono con el mundo al que volamos. Vale mencionar que
Walter Carvalho, el director de fotografía de Central do Brasil, además de co-dirigir Janela da Alma junto a Joao Jardim, fue el encargado, obviamente, de la fotografía, así que hay una mano conocida y validada tras este trabajo, lo que a la vez reafirma la sorpresa de por qué no nos habíamos topado con esto antes.

Discapacidad es un término engañoso, al final, de manera consciente o no, damos cuenta de que varios de ellos nunca se han sentido inferiores por su condición y que han logrado conformar su mundo sin ningún problema aparente. Si los ojos son las ventanas del alma, estos condicionan solo en parte nuestra vida: el vidrio puede ser transparente, estar trisado o tener teñidos cromáticos, siendo sus características un agregado, nunca un determinante. Partamos con que no vemos con los ojos, vemos a través de ellos, y, si se me permite caer en metáforas un tanto revueltas, me imagino una linterna que apunta hacia el patio, hacia afuera; desde adentro y a través del vidrio de la ventana de esta casa de campo vamos iluminando como el foco solitario de un teatro a oscuras. Esa linterna se parece mucho más al acto de ver que la simplicidad de la biología visual. Puede que afuera llueva, que el vapor del respirar nuble el vidrio, incluso que la ventana esté muy alta y ya no podamos ver el pasto sino sólo una línea de estrellas en lo alto, pero independiente de tantos factores, al fin y al cabo, el que prende o apaga la linterna, el que apunta y encuadra dentro de esta vasta gama de posibilidades, es uno. Entonces ¿Cómo debemos ver? ¿Hay acaso una lista de características única y fundamentales? El profe de Biología diría que sí, que la evolución de la especie depende de ello. Pero la verdad es que en estos tiempos en que hemos dominado el ambiente y es la individualidad lo que prepondera, tener una discapacidad nos afirma como individuos y reafirma otras capacidades que de otra forma quizás nunca hubieran existido.
Wim Wenders, por ejemplo, decía que a los treinta se decidió por usar lentes de contacto, pero que a los pocos días, inconscientemente, se encontraba buscando sus lentes viejos porque le hacía falta el encuadre que le daban, sin ellos la vista era muy amplia y, como cineasta, tenía la necesidad de seleccionar. No hay ejemplo más cinematográfico que ese.

En
Waking Life hay un momento en que uno de los tantos personajes con los que se encuentra Wiley Wiggins le dice algo así como que las palabras son inertes. En el principio, claro, funcionaban bien: cuando necesitamos agua o queríamos avisarnos del peligro inminente nada más les inventamos un sonido. ¿Pero qué pasa después? Cuando comenzamos a hablar de nuestras frustraciones, del amor, de los sueños. Con las cosas es fácil, pero ¿Y las sensaciones? Cuando hablamos de ellas, decía, estas palabras cruzan hasta el cerebro del otro y se corresponden con las propias experiencias que estén asociadas a esa idea, de ahí viene el “ah, entiendo”, sin embargo  ¿Qué es lo que se entiende? Se entiende de lo que estamos hablando; un circuito limitante de lo que puede ser que el otro se refiera, pero nunca como una correspondencia perfecta; nunca como la respuesta correcta, sólo como un porcentaje aproximado. Estamos solos, dicen. Pero Janela da Alma, en un nivel que bien puede estar sólo en la particular subjetividad de quien escribe, lo anuncia como un regalo. Una individualidad que es más el postre helado de una comida demasiado pesada, que las ásperas vueltas de una noche de insomnio.

Después de todo, en tiempos donde las imágenes se manipulan como los objetos de una línea de ensamblaje para vender más que comunicar, el cine se alza como la proyección de, precisamente, esa individualidad propia del mundo solitario al que cada uno pertenece.

16 de abril de 2012

La Niña Santa (2004)

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Llegué al cine de Martel hace poco, atrasado. No por los caminos tradicionales si se le quiere decir. De hecho, creo que me comí el menú al revés. Fue por Evidencia Física, el libro de selección de críticas de Kent Jones, que supe que existía alguien, al otro lado de la cordillera, que se llamaba Lucrecia Martel. De esos encuentros aunque inversos, agradables.

De entre los tópicos de La Niña Santa hay uno que se reconoce fácilmente: La niña de clase media alta y de educación católica que comienza a descubrir su sexualidad, al amparo de esta contradicción entre la educación y sus impulsos naturales. Claro que acá hay un elemento nuevo, el elemento siniestro que distorsiona a una situación más subterránea, que es también una de las marcas de Martel y que desemboca en el género al que se le ha adscrito. Kent Jones afirmaba que parecía ser una cualidad de las mujeres al estructurar historias no presentar el mundo del filme en la introducción formal de los primeros minutos. Sin embargo la situación de la niña de colegio de monja, que cuchichea y ríe sobre los chismes del colegio a espaldas de la profesora, y que es luego acosada por un doctor que se hospeda en el hotel que ella vive con su madre, queda presentada en el primer cuarto de hora. Lo que sigue a eso es, básicamente, el enamoramiento de la niña, el acercamiento del Dr. Jano (Carlos Belloso) a Helena (Mercedes Morán) y por último la casi-resolución del conflicto. Aquellos personajes que no son presentados aún y que se van descascarando como un huevo duro hasta los finales del filme, tienen que ver con el manejo paulatino de la información que tiene Martel, y que no tiene nada que ver con la estructuración pasado, presente, futuro sino con una cosa, yo creo, más autoral, en donde las cosas se presentan sutilmente, donde más que esconderse simplemente no están a la vista; como cuando pasa la foto por las niñas en la primera escena, o cuando Amalia (María Alche) está con Helena en la habitación y leen el diario con las conferencias. En esa escena si no se presta suficiente atención sería fácil dejar pasar que Amalia ya conoce la situación que se acaba de armar; que sí vio en el primer momento a la persona que la acosó y que sí sabe que es un doctor que está en el hotel. Es otra forma de darle realidad a su universo. Mientras algunos usan tomas largas, amplias y estáticas, Martel juega a desenredar la información. Por ejemplo, si de encuadres se trata, cuando se presenta al tipo con el que se frecuenta la amiga de Amalia, este está escondido bajo las sabanas de la cama de la abuela, luego jugando toma a Josefina (Julieta Zylberberg) y la tira sobre la cama. Ahí la cámara cambia sobre los dos y sólo queda la mitad del perfil del tipo mirándola y directamente dando sus intenciones. Después el encuadre cambia, se aleja, y ahora hacia el frente está el perfil de Josefina con el chico sobre ella, acá de su rostro se ve más, pero la oscuridad de la habitación, o el maquillaje quizás, siguen dándole a su rostro cortado una apariencia siniestra, que claro, es realzado por lo que no sabemos y la naturaleza propia de la escena. Una imagen de él que es muy distinta a cuando lo vemos en la fotocopiadora.


Otro tópico aún más repetitivo es el del la familia disfuncional. Sin embargo para Martel esto corre bajo la historia, o en paralelo, como se le quiera decir. La familia disfuncional está ahí, acompañando, de ambientación a la historia que se va sucediendo. No hay tratamientos extensos ni menos morales sobre la familia y sus quiebres. Cuando Mirta (Marta Lubos) le dice a su hija que si le sigue hablando así no encontrará otro trabajo como cocinera, ésta le responde que ella no es cocinera, es Kinesióloga, y ahí queda. Los encuentros siguientes entre ellas dos son al margen de los eventos que mueven el guión, como sucede con los demás personajes. A Helena Mirta debe decirle que su ex marido va a tener mellizos, nadie le quiere decir directamente, hasta Amalia sabía y si no le dijo a Helena es también por la poca comunicación que hay entre las dos. Josefina tiene sexo en la cama de su abuela. El hermano de Helena, antes que supiéramos que es su hermano, llega en la noche a acostarse en la cama con ella y Amalia, y más adelante vemos cómo él se queja de que no puede ver a sus hijos pero es incapaz de hablar con ellos por teléfono. Algo parecido a lo que sucede con el personaje del Dr. Jano, que está transgrediendo su integridad como padre de familia en dos niveles: Primero al entablar una relación con Helena; Y segundo, más abajo, al acosar a una menor de edad que resultó ser la hija de Helena. El otro personaje masculino es el de este doctor que anda tras las promotoras y corre por la piscina con una botella de champagne. Personajes masculinos perversos que están bien construidos en su decadencia, al igual que la psicología chismosa y media desesperada de las mujeres, más los interminables actos y diálogos de dobles lecturas. Como cuando Helena está con el Dr. Jano en el bar con una música sensual de fondo, y se acerca el Barman para decirle que al teléfono estaba Don Manuel; ella le repite insistentemente ‘¿Qué Manuel?’ Hasta que este le responde ‘Su ex marido’, ahí entonces sonríe y mira al Dr. Jano que se ríe también.

Martel tiene como eje central de su autoría, quizás por el largo discurso que hay tras él, al sonido. En el cine es la herramienta de la imagen la que llegó primero y ha dirigido el camino. El sonido vino después, a complementar. Sin embargo para Martel el sonido tiene cualidades igual de especiales e importantes que la imagen. El oído carece de párpados, dice, del sonido no nos podemos escapar, fluye indiscriminadamente por la piscina vacía que es la sala del cine. Y a partir de esa idea lo convirtió en un conductor de la historia y la emocionalidad de sus personajes.
Cuando vemos a Helena bailando en su pieza con los niños, es la música lo que, como a su cuerpo, lleva la escena. Por eso cuando la radio es cortada por Mirta la acción cambia de carril y salta a otros lugares. Lo mismo de escena a escena; cuando el Doctor Jano está conversando con Helena coquetamente y de fondo está esa (la única) música sensual, la tranquilidad y concentración de la situación es cortada por el sonido de la manguera de agua en manos de Josefina rugiendo sobre los niños en la escena siguiente, y que no tiene otra utilidad que romper con la previa sensación y hacer de hilo conceptual con el trabajo autoral (en la ciénaga las niñas eran perseguidas por unos niños que les lanzaban globos de agua).
Cuando las niñas se bajan en el puente donde ocurrió el accidente, el sonido del bus pasando sobre las maderas del susodicho pautea la historia que la niña va contando. Después cuando se asustan y cruzan corriendo la carretera se escucha el sonido del camión mucho antes que este aparezca, y por último cuando van bajando la colina y se pierden se escuchan unos disparos que no tardan en resolverse: eran unos tipos que andaban cazando conejos. Disparos que salen de la nada para servir de ambientación y que luego son explicados así mismo como llegaron, de la nada. Cuando la ficción se vuelve ridícula con sus tantas posibilidades.
Pero después de todo ese tratamiento técnico, en La Niña Santa el trabajo con los sonidos termina por inmiscuirse dentro de la obra al ser parte de la profesión del Dr. Jano preocuparse de cómo el paciente escucha. De ahí que esos encuadres cortados muchas veces estén enmarcados sobre el oído.

Además de la herramienta del sonido están esos otros objetos que se van repitiendo a través de sus películas, y que para los cinéfilos (o al menos para mí) son tan fascinantes como las anomalías de la mente para el psicólogo. En La Mujer Sin Cabeza la salud del pelo cruza el filme entero, acá Helena se queja del shampoo del hotel. En La Ciénaga la pileta está tan presente como en La Niña Santa. El tema del agua también recorre la filmografía junto a las mujeres deambulantes. Las camas y su cotidianeidad horizontal también. Las mujeres jóvenes protagonistas de aquí y La Ciénaga se parecen bastante, tanto físicamente como en desplante, ambas moviéndose en sus bañadores. Y por último la imagen difuminada, borrosa, susurrada; Amalia golpeando con su uña un fierro tras una mampara de plástico fuera de la piscina, una situación siniestra y acechante para el Dr. Jano. Cuando el hombre desnudo cae del segundo piso como señal para Amalia se mantiene en suspenso tras la cortina hasta entrar por el ventanal a la casa. La conversación de Josefina con su madre en la ducha, o por último, en su naturaleza más directa, las toma en que los personajes emergen difuminados, del fondo de la imagen. En La Mujer Sin Cabeza esto también pasaba con la lluvia en la ventana del auto.

Así como en la resolución del asunto de los disparos, en los diálogos se mencionan otras tantas ridiculeces sobre la religión y la clase. Amalia le cuenta a su madre que Josefina se va a cortar el pelo y lo va a donar para la peluca de la virgen, y Josefina le dice a su madre, mientras ella discute con una amiga, que la nana se lava los dientes en el lavaplatos porque ella no la deja usar el baño. Además de las interminables preguntas que hacen las niñas sobre ‘¿Cómo reconocer el llamado de Dios?’ y lo ambiguo que suena el tema de la vocación que, al final, la profesora nunca logra responder, avasallada por este grupo de jóvenes adolescentes donde cada una cumple un rol; La curiosa, la extraña, la pesimista, etcétera.

Por último están los espacios. La atmósfera del hotel dista de las expectativas que uno tiene sobre los lugares de paso, que tienden a ser acogedores y luminosos. Acá la pieza de Helena está siempre oscura con sus cortinas cerradas, donde a ratos invade una mucama para echar insecticida o aromatizante, nunca se sabe. Los colores son pálidos y en general monocromáticos. Casi se sienten las partículas de polvo flotando al ritmo de la película. Además de que las tomas son por lo general cerradas; con los cuerpos encima y sin muchos espacios libres. Todo eso culmina en la atmósfera siniestra de un espacio predominante, claustrofóbico, que sólo se drena al final.