2 de julio de 2012

Verano (2011)


CineChile

Seré breve.

Esta película está muy lejos de ser como el anterior largometraje de Torres Leiva. Los planos largos y silenciosos que embellecían al sur y daban espacio a la contemplación, y por consecuente a la reflexión, fueron sustituidos por imágenes que simulan a las películas caseras que, precisamente, abundan (o abundaban) en verano. Son imágenes que nos relegan al ámbito de los recuerdos, desde donde emanan su nostalgia, y también al terreno íntimo de los hombres, desde donde afloran sus sombras y fantasmas. Se entrega uno y se pierde otro. Sin embargo la queja reside en otro punto, no en la decepción del fan que esperaba una continuación del primer encuentro, sino en el ejercicio mismo. Sabemos ya que el tempo y la visualidad de El cielo, la tierra y la lluvia han sido despreciados en favor de las sensaciones de la historia, pero entonces, cuando nos encontramos frente a un guión con varios personajes en que la línea de demarcación entre primario y secundario es difusa, uno espera que el valor de no encontrarse en la historia misma, bifurque hacia la caracterización y curiosidades de estos sujetos. Sin embargo – y aquí creo entra una ración de gustos y de la forma en que cada uno se conecta con la pantalla- falta esa seducción. Cuando hablamos de personajes necesitamos de momentos que los hagan expresar su sicología, y que así, con el correr del montaje, se vayan matizando hasta hacerse auténticos. Si no son excéntricos seductores entonces que sean vivos individuos, y lo último al menos sucede con Julieta Figueroa, el único personaje que extiende sus brazos a lugares en los que no estaba en un principio, mientras el resto del reparto se queda flotando junto al calor de las parrillas o los castillos de arena golpeados por el mar. Alguien podría pensar que esto quiere ser un retazo emocional del Verano, de hecho, es lo que la mayoría debe haber pensado antes de entrar a la sala, pero tampoco sucede, el estado inocuo al llegar los créditos es muy distinto al olor a tierra mojada que te impregna El Cielo. Incluso esta historia y ejercicio está más cerca de Turistas que otra cosa ¿Dije que Alicia Scherson fue la productora?.

Aunque los planos cercanos y palpitantes impidan la contemplación, existe la intención conceptual de acercarse a esos estados internos por los constantes planos del ojo humano. Pero a veces no hay peor tropiezo que la intención fallida o el concepto paralizado. Y si de continuaciones se trata, además del tema de la incomunicación que encuentra sus mejores expresiones en los silencios –que redundante-, están esas anécdotas intimas o momentos tiernos, parecidos a los que provoca Wong Kar-wai. En El Cielo la primera conversación es sobre el sueño de una de las chicas, donde inventaba la mantequilla y se hacía millonaria. En Verano, de entre otras cosas, alguien habla de cómo le decían cuando chica que no se comiera las semillas de la sandía o le crecería un árbol en el estómago, mientras otra intenta enseñar a su amiga (no recuerdo bien quién era) a doblar servilletas como le enseñaron en el restorán, pero tampoco se acuerda bien.

Dos pasos atrás y la nostalgia por lo pisado, chamuscado, abandonado. 

29 de junio de 2012

Hachazos (2011)



En Psicología existe la llamada teoría cibernética. Una teoría que, básicamente, intenta explicar cómo es que nuestro cerebro procesa la información. Esto lo expresan usando como ejemplo los mecanismos de un computador, de ahí el nombre. Así, lo que nos intentan decir es que el invento revolucionario se comporta, al igual que un martillo, como una extensión del hombre y que viene a ser a su vez una proyección de sus capacidades. Por ello es que el cine, aunque no se plante con las intenciones transables de la ciencia, se convierte en un ejercicio que trasciende las barreras a las que popularmente es adscrito. Si el computador simula la mente, la cámara simula el ojo. Las imágenes no son nunca azarosas y así tampoco el documental aprehende la realidad cual planta absorbe la luz en su fotosíntesis. La cámara encuadra, selecciona y luego proyecta. De esta forma el realizador se arma de un rifle de alto alcance más que de una red imprecisa, y en consecuencia, él es primero y luego la realidad, no viceversa. Cuando se monta o se captura una imagen lo que se hace manifiesto es el mundo interno de quien las maniobra y selecciona, dando cuenta en la proyección –cual vomito del ritual- la inauguración del edificio de los bosquejos internos. Un éxtasis que creo pocos directores conocen. Los procesos explosivos y desconocidos de la mente son relegados a las artes corporales y manuales donde el cuerpo está en un continuo contacto con el objeto, dando así la impresión de que las cosas logran deslizarse sin baches por el movimiento del cuerpo o la pintura del pincel. El cine en cambio es carretera con peaje. El cine se ha formado –explícitamente- como una construcción; una ficción que se conecta con reglas racionales y específicas de su lenguaje, algo que no deja de ser un reflejo de los hombres pero que ha dejado en una somnolienta era glaciar al mundo singular e inalcanzable de su primer responsable. Por ello es muy probable que, a esos intentos por girar la cámara contra la viscosidad del ojo, se les clasifique de cine experimental.

Claudio Caldini comenzó a hacer cine en los setenta, la década en que la Argentina, y tantos otros, comenzaban a tropezarse por las fisuras de la dictadura. Caldini sin pensarlo demasiado se dispone a quemar las naves y escapar a la India; no soportaba las atrocidades de un país que se ha vuelto irreconocible.

Y allá como que se volvió loco, es todo lo que sabemos.

En Hachazos, Di Tella no intenta hacer una biografía como las conocemos. Esta es también una biografía experimental ya que intenta reconstruir a Caldini en función de lo que fueron sus obras. Obras que, por cierto, no encuentran su valor en records de audiencia o valores históricos. Como bien dice la voz en off de Di Tella en la historia del cine argentino no existen, es como si nunca hubieran filmado nada. ¿Entonces qué nos queda? Caldini, su valija y sus archivos. No hay nadie más a quien satisfacer. Esto es un canal sin balbuceos entre su obra y su mundo, que en alguna ocasión logran montarse y convertirse en una única palabra. El mejor ejemplo puede ser ese sol en llamas que grabó en la India, en el atardecer de su locura, y que dice se corresponde perfectamente con la llamarada que él veía caer al mar. Caldini es un grande, un personaje entrañable.

Más adelante nos encontramos con la que debe ser la escena más memorable del filme. Caldini y Di Tella conversan frente a la cámara sobre la idea que tiene este último. Un hombre lleva toda su obra, que es toda su vida, dentro de una vieja valija de cuero comprada en la India, en un tren que va de Moreno a General Rodríguez, por el conurbano bonaerense. Pero si eso es ficción le responde Caldini, nosotros estamos haciendo un documental. Y en estos intercambios de ideas se van moviendo del encuadre haciendo parecer que a ratos es Caldini quien dirige a un Di Tella solo frente a la cámara. A punto de convertirse en auto-biografía, o en la película de un viejo del cine argentino que le dice a un contemporáneo cómo hacer un documental sobre él. De cualquier forma la escena se filma igual, y creo tiene que ver también con el camino de retorno que tiene el cine, ese viaje por el cual las imágenes terminan por afectar a la realidad, donde ya no son construcciones internas proyectadas sino ficciones que penetran y tallan a las personas. Filmar como se vive, vivir como se filma. Así este filme es un viaje reconstructivo no sólo por haber explícitamente reconstruido sus obras –Gaspar Noé debe empatizar con sus técnicas-, sino por haberse sentado y, en el ritual inadvertido de las imágenes, haber despegado al lejano y cercano mundo de nuevos tiempos. Una reconstrucción hacia el futuro. Y con la multi-proyección de sus obras lo que está haciendo es algo parecido; un regurgitar proyectivo de sus recuerdos. Después de quemar las naves, de romper con todo, de convertirse en un eterno viajero, es el hombre y sus recuerdos lo único que queda y el cine tiene la capacidad de volver esa relación material. ¿También quemaste los archivos? No, esos se van conmigo. Y se va, una vez más.

Si Las Pibas de Perroné -en el contexto de Lima Independiente- fueron el saludo de presentación para lo que conocemos, estrictamente, como cine independiente, entonces Hachazos te abraza en un hasta pronto sincero para el cine esencial, un ejercicio que como tu nombre y tus platos favoritos se va contigo hasta el finito; hasta que la luz queme el celuloide o el túnel te raye el digital.

14 de junio de 2012

Monsieur Lazhar (2011)



Muerte, unisex. Mu-er-te, tres sílabas. M-u-e-r-t-e, seis letras. En el final y sin retorno.

No sé más que eso.

Intenté hacer una descripción –introductorio ejercicio literario- de las certezas y efectos de la muerte. Certezas sobre el muerto y efectos sobre los vivos. Algo así como que la muerte, para el muerto, dura lo que se desvanece la imagen en el televisor apagándose. Mientras que para el vivo es una tarde de domingo con la pantalla en auto-zapping  y shuffle. Y algo de los fantasmas también. Algo como que el muerto se entierra y el fantasma es su recuerdo, o que enterramos los recuerdos y así los vivos nos hacemos fantasmas. No sé, al final no resultó. Sólo una vez fui al cementerio; y fue comiendo helado y sin flores.

Martine, la profesora del curso protagonista, se suicida la noche del miércoles en su salón de clases. El jueves en la mañana, Simón, mientras llevaba las leches para su curso, descubre su cuerpo colgando desde un tubo. La imagen es así; lejana, insegura y casi difusa. Simón (Émilien Néron), antes de ir por ayuda, queda aterrado sobre los casilleros que visten los dibujos tiernos y asimétricos de alguna mañana recreativa. La profesora que acude, casi en un acto reflejo, se lanza sobre los niños que vienen subiendo y sacando sus abrigos para refugiarse en las primeras clases de un nevado día. Que se pongan las chaquetas, que bajen, que vuelvan al patio. Sin embargo, Alice (Sophie Nélisse), curiosa y sigilosa, camina hasta la franja de vidrio que corta la puerta y hace de encuadre a la muerte violenta, mientras la profesora, cual heroico peatón que salva a su compañero de un atropello inminente, la tira en dirección contraria con la fuerza que quiebra una escena y arranca a los créditos de apertura.

Esa es la síntesis de la tragedia sin el factor Lazhar. Los profesores y apoderados juegan cartas sobre las lápidas mientras preparan zuko con el agua de las flores. Relinchando.

Bachir Lazhar (Mohamed Fellag) será el catalizador; la crisálida en la que se envolverá junto a los niños para salir de la convulsión en la que se encuentran. Hará de puente entre la visión de especialistas distraídos que tiene la institución y la inocencia de los niños que, como bien dicen en un momento, no están traumados, sus padres lo están. Trauma entendido no como el temblor que nos produce la muerte, sino como la incapacidad para sentir el movimiento telúrico. De esta forma la relación se enfoca sobre los dos niños del principio. Por un lado Simón se siente culpable por la muerte de Martine, y por el otro Sophie tomará las cosas con rabia, alegando que esto ha sido un acto de violencia y que por las naturalezas propias de la muerte Martine no puede, pero debería, ser sancionada. Una reacción que dista de la actitud de los adultos. ‘’No dejes que Simón traiga de nuevo la foto’’ dice la directora, cuando la foto de Martine dibujada con alas de ángel y una soga al cuello no es nada más que el reflejo de la inocencia de los niños, y la afirmación de que uno no muere hasta que es olvidado.

Lo mejor de Monsieur Lazhar, nominada al Oscar por Mejor Película Extranjera, son el tratamiento (parece que siempre) y sus concisos personajes. Hablar de la muerte ya es un tema nubloso y de luna llena, así que hablar de la muerte con niños es como jugar yenga mientras se cruza el pacífico en un bote pescador. Sin embargo acá esto se logra hacer con sinceridad y cautela, como se debe, y más ejemplificador de su pericia aún es el mostrar los errores de los adultos, sus tropiezos y las torpezas cuando intentan arreglar un tema tan vivo como la muerte. Los muertos no saben de su mundo, y los que no pueden conectar ni fantasmas son. Zombies tampoco. No sé que serán. Pero que, por ejemplo, nunca nadie se haya llevado las cosas de Martine, siendo que con la construcción a goteo de su personaje imaginario vamos notando lo frágil que era, y por sobre todo ansiosa de conectar los caminos lejanos y austeros que son las personas, es muestra de que sus colegas nunca estuvieron ahí, que al contrario, como fantasmas en vela pasaban a través de los demás sin percibirse ni sentirse. ‘’¿Por qué alguien se suicidaría acá?’’ le pregunta Lazhar a su coqueta compañera, a lo que ella responde ‘’¿Bajemos?’’, refiriéndose a la fiesta que tenían los niños unos pisos abajo.

Llegando al final de la película Lazhar cierra su luto, esa razón que la gente dice que uno necesita para poder decir adiós, goodbye, sayonara, chau-chau. De la misma forma, las cosas se van empujando para que Simón deje salir sus fantasmas y entienda que, muchas veces, los hechos se suceden confusos y los culpables caen como suposiciones de razonamientos erróneos. Gran actuación. Algo parecido con la composición de Sophie, que llega no con la fuerza de la interpretación, pero sí con ese fantástico contraste entre la inocencia y la sabiduría infantil.

Después de todo, del quiebre pausado de la crisálida, entendemos que las cosas de la vida y de la muerte no deben ser nunca etiquetadas ni uniformadas. Que el abrazo de un final logra entregar más que el tirón de un principio, y que muchas veces somos extranjeros en nuestros planetas intentando hacer nudos con los demás.

4 de junio de 2012

Drive (2011)

IMDB

En tiempos en que la acción, las películas de fin de mundo, y los superhéroes se producen -y reproducen- como pulgas de mar o predicciones sísmicas, viene a ser un masaje neuronal una película como Drive, que a pesar de ser parte de un género con elementos tan manoseados como los anteriores, la trata con consciencia; sin ganas de correr desnuda por el centro, sin arrebatos ni habladurías. 
En el cine sobran los altares a las señaleticas atropelladas, derrapes humeantes, y la adrenalina del centro de la ciudad como un gran campo de obstáculos movedizo (puntos extras por peatones esquivados). Así mismo con los autos. Esas bestias con armaduras coloridas y aliento a monóxido que crean el mix ideal junto a las mujeres voluptuosas. Uno a cada lado. Sin embargo, tal como dice Shannon, es el interior del auto el que lo convierte en la máquina que es, no el exterior; y esa, es la gracia última de Drive.  Porque una película de autos no te amarra a la velocidad y las explosiones, así como una de amor no siempre se desborda en besos, llantos y promesas. 

La historia se introduce con un trabajo del conductor de Ryan Gosling que, claramente, desemboca en una persecución, pero que es desde el principio -incluso antes- tratada con cautela; más como una misión de espionaje que otra cosa. En un solo momento están siendo realmente perseguidos por un auto policial, y el pauteo de la escena lo dan las respuestas de la radio policial, no la acción de unos destartalados brazos resbalándose por las calles de Los Angeles. Sucede también que la cámara está siempre adentro, o al menos, en el auto, por lo que nos convierte en el pasajero faltante; el silbido extenso como a bocanada de viento da la sensación de velocidad, y como co-pilotos no podemos evitar el rostro determinado y sereno del conductor. No hay nunca tomas de helicóptero que lo hagan parecer uno de esos programas de persecuciones policiales, como tampoco tomas del Chevy Impala galopante por la carretera, porque después de todo es el auto más común de Los Angeles. Nada para presumir. Incluso en esos segundos que son perseguidos, la toma del auto policial acechante es desde la perspectiva de los prófugos. No hay tomas amplias de las naves derrapando en las curvas para entrar a la calle directo a nosotros. De hecho, cuando corre esquivando los autos de la pista nunca nos levantamos por sobre el Chevy, al contrario, nos agachamos en la misma toma del principio; como un ninja silencioso.

Drive es una película concisa donde nada sobra. Comienza con cuidado, como quien tímidamente pide permiso para entrar a una casa ajena, pero una vez que le han ofrecido algo para tomar se suelta a romper con todo, cual gorila perdido en el metro. Después que conocemos la miseria de sus personajes se da luz verde y todo corre sin pausas, sin líneas, sin señales que retrasen. Es después del atraco frustrado que las cosas se descontrolan -la persecución resultante es lo más cercano a las persecuciones que conocemos-; sesos que explotan, puños machacados y el mar que todo lo limpia. Curiosamente hay una muerte para cada uno: mientras uno es banalmente baleado otro sucumbe ante la épica fuerza del mar. Algo parecido sucede con los villanos que, como la violencia, están fuertemente caracterizados. Esto lo digo refiriéndome a la caracterización externa -no hay mucha psicología en esta película- Después de todo, en contraposición a lo dicho en un principio, el otro punto fuerte de Drive que es imposible dejar de lado, es su fachada. Bernie (Albert Brooks) y por sobre todo Nino (Ron Perlman) parecen sacados de un cómic. No tendrán un poder ni un elemento que los identifique –como a Driver lo identifica la chaqueta de escorpión- pero tienen el desplante y la fuerza de esos primer planos que complementan perfectamente con la estética del film. Así, continuando, ocurre el mismo tratamiento con los espacios, que más que lugares o situaciones se convierten en fotogramas; el fuerte dorado del ascensor; el rojo, las mujeres y los espejos –que se repiten- de cuando va con el martillo donde Cook (James Biberi); la pizzería de Nino en la noche; las luces de la ciudad y también el trabajo que hay con la luz material –de entre otras cosas está el faro en la playa y Ryan Gosling enmarcado en la puerta de vidrio frente a la pizzería-. Oh y cómo no mencionar la música, que le da un leve toque futurista y seductor a estas situaciones de colores a ratos metálicos. Driver bien podría ser un astronauta que regresa de algún planeta de escorpiones alienígenas y mutantes adictos a la velocidad.

Creo hay que dar una atención especial a la actuación de Ryan Gosling. Si bien esta no es una película con intensos e informativos diálogos, ni tampoco con flashbacks esclarecedores de la mente de sus personajes; es el otro lado, el silencio y la inesperada violencia de Driver, lo que nos hace pensar y sacar de nuestro desconocimiento sus más profundos pensamientos. Mientras no hay frases que nos muestren su mutación más personal,  su rostro sí lo hace, y más interesante aún; su ropa. Su chaqueta y sus botas, como un traje de superhéroe, lo acompañan en cada escena, así las marcas de sangre de cada encuentro se mantienen allí intactas, recuerdo constante de cómo todo se ha ido a la mierda.

Puede que Drive no se convierta en uno de esos clásicos de todos los tiempos, difícil. Pero está claro que ha desatado una estética propia que rememora, como han dicho, muchos elementos de películas que no he visto –de ahí que no pasen más allá de esta frase- pero que son fáciles de intuir. No por nada ganó el premio de mejor director en Cannes, y un año después de su estreno su nombre se sigue repitiendo en el infinito internet.

23 de abril de 2012

Le Feu Follet (1963)

IMDB 

Louis Malle contaba en una entrevista que a lo largo de su vida siempre había sido el más joven en todo: Fue el más joven de su clase en graduarse y con sólo 24 años ya había co-dirigido un documental junto a Jacques Cousteau (El Steve Zissou de Wes Anderson) y que más encima se ganó la Palma de Oro de ese año. Pero aquello, como todo triunfo o tragedia constante, se convirtió en un tema. Llegadas las tres décadas de su vida sintió que la vida se le asentaba, y a pesar del continuo éxito en su trabajo sentía una nausea existencial en el viaje. Era el tiempo incansable que le gritaba sobre la adultez. Así, mientras Malle lidiaba con sus melancolías, tenemos por el otro lado a Pierre Drieu LaRochelle, un novelista francés que mantenía una relación de amistad con el poeta Jacques Rigaut, un hombre con problemas con la bebida (así como le dicen) y que frecuentemente hablaba sobre suicidarse, hasta que contra los pronósticos de sus cercanos, a la edad de treinta dejó de hablar y se dio un tiro contra el corazón. Las cosas se empiezan a armar. Después, Drieu LaRochelle, 
de alguna forma acechado por los ignorados anuncios del suicidio de su amigo, escribe esa novela llamada Le Feu Follet, y que por esas vueltas extrañas caería como una segunda piel sobre los treinta años de Louis Malle.
Varias décadas después Wes Anderson recordaría el film en la escena del baño de los Royal Tenenbaums. I’m going to kill myself tomorrow y Elliott Smith de fondo, otro más que se fue por su cuenta.

Alain Leroy (Maurice Ronet) está cansado. Recorre melancólicamente las calles de París, las camas de los hoteles, los cafés y las casas de sus viejos amigos. No logra conectar, dice, y es más difícil aún cuando todo ha cambiado. Los amigos se convirtieron en adultos; ya han aceptado la situación. Las mujeres siguen rondando con sus piernas abiertas, acechantes, pero Alain ya no puede hacer el amor ni tampoco amar porque está demasiado consciente de su tragedia. Malle decía en una entrevista que está lleno de gente que cree estar amando y haciendo el amor todos los días, sin darse cuenta que en realidad no tienen idea de cómo hacerlo, ni tampoco de qué se habla cuando se dice te amo, pero lo ignoran y así continúan tranquilos. Para los conscientes es distinto, te envenena. Alain, de hecho, está tan consciente de su tragedia que a pesar de llevar tres años sin consumir alcohol continúa asistiendo al hospital por más que le digan que ya se ha sanado. Estar sano aquí es tan engañoso como el amor.

Alain no es expuesto a situaciones dramáticas. No hay actos de quiebre de los que notemos la extrema melancolía en la que está inmerso. Aquello es más bien expresado por sus pensamientos -por ejemplo la primera escena que se convierte en la síntesis del sentimiento de toda la película- o también por actos pequeños y solitarios. El momento en que Alain vuelve a su habitación en el hospital es esclarecedor de su situación; son varios elementos conjugados. Lo primero son los recortes de diario con noticias de suicidios, nada más directo que eso. Después, en un nivel más conceptual, están las cosas que van cayendo; el poster pegado en la pared, su perchero con ropa y la torre con cajas que arma frente al espejo. También lo vemos intentar escribir; una toma por cierto larga, pero que logra capturar el acto nada simple de traspasar los pensamientos al papel, y que acaba en frustración al tachar con marcador todo lo escrito. Por último juguetea con la pistola, y al acostarse deja dicho lo que acaba con cualquier suspenso posible: I’m going to kill myself tomorrow. Creo que esta secuencia es suficiente ejemplo para reflejar el estilo del filme.


La melancolía de Alain es sobre todo solitaria. A pesar de necesitar de los demás para existir, ellos poco saben de ella. Aquello sucede porque hablamos de un sentimiento ya asentado, que no necesita de vagos intentos con los demás para ser validado. De esa forma la película se enfoca sobre Alain y nadie más. No importa qué mujer haya mostrado más, o qué amigo haya entendido mejor, menos aún si hablamos de un barman o de su mujer. Aquí son todos iguales y sirven sólo como conector de Alain y su condición. 
A manera de interiorizarse con el personaje Louis Malle puso gran énfasis en las expresiones de Ronet. Pero el entorno sigue siendo importante, aquí hay una naturalidad como la de las películas de Truffaut o Godard, lo cual es perfecto para empatizar con la tragedia en la que estamos metidos. Cuando Alain está en el café, en el hotel o en su habitación, estamos nosotros también. Hay una concientización del espacio que hace de puente hacia el mundo del filme, y que va de la mano con el ritmo, la duración y movimiento de cada toma. Eso siempre se agradece; la capacidad de tirarte dentro del cuadro. Y debería ser la aspiración última del cine. No se trata de la realidad virtual o la tecnología 3D, sino la capacidad de darle suficiente naturalidad a un artificio como para creerte parte de él. Vamos.

“Me suicido porque no me quisiste, me suicido porque no te quise. Porque nuestras relaciones fueron cobardes, me suicido para estrecharlas. Dejaré sobre ustedes una mancha imborrable”