14 de julio de 2012

Balnearios (2002)


Entrevista

Voy a ser sincero, y aunque pueda sonar a esa grandilocuencia sesgada e infantil de esos videos de youtube que dicen: BEST MOVIE ESCENE EVER!!, debo decir, porque es necesario, que Balnearios es, sino la más grande, al menos una de mis más reveladoras epifanías cinéfilas del último tiempo. Y por varias cosas, claro. Pero para ser general, ya que estamos en la introducción, diría que después de tanta película independiente con aires bressonianos y planos silentes, el método Llinás, que se plantea con la consciencia del cine como un artefacto, hay que recibirlo con más que souvenirs de festival y abrazos de galardón. Esto, en caso de dudas, no significa que tenga algo en contra del cine independiente al que estamos acostumbrados, ese de personajes sin mucho que decir y a los que la vida tampoco les tiene preparadas grandes cosas. Sería una inconsecuencia. En varias entradas anteriores (por no decir la mayoría) es precisamente esos ejercicios –bien realizados, claro- los que he levantado. Pero pasa con todas las cosas que después de tanto repetirse, si es que no aburren antes, se empiezan a hacer mal. Como si pasáramos un día entero diciendo ‘estrellado’ pensando que no nos vamos a equivocar. Con el pasar de las decenas empezaríamos a decir ‘trellao’ o ‘strilliado’ o ‘esrallo’, por no decir que la empresa ya es ridícula y tediosa. Nos empiezan a mirar raro y olvidamos porqué empezamos. Un aplauso por los cambios.

Este, es un film sobre los Balnearios, dice al comenzar la voz en off, cautelosa y de siglo pasado, acompañada del metraje viejo y desgastado, como de bañistas adinerados que han venido al mar a probar la curiosidad del cine a mano; película casera de tiempos lejanos. En el final de este pequeño segmento con título implícito, y luego del discurso solemne y sociológico casi filosófico que viene a plantar la duda sobre la naturaleza de los balnearios, la voz dice: y este film habla de todas estas cosas, como repitiéndonos lo consciente que está sobre los recursos del cine. Pero ese elemento, la introducción al film, tampoco termina ahí, el título y su presentación formal también forman parte de ello. Me refiero a que luego de tanta formalidad y solemnidad con las palabras, que la tipografía sea de diseño marino y despreocupado refleja el contraste que se usará en adelante; la apariencia del documental y la mente de la ficción, de lo que sale ese humor y esa esencia particular. Llinás.

La primera historia se llama Historia de Mar del Sur. Una historia sobre un hotel en el que divergen negocios, pistolas, sangre, incendios, femmes fatales, crímenes, juegos, prostitutas, cartas, firmas, un panadero, un uruguayo, pasiones, investigaciones, fiestas, y el joven G. con una obsesión. Inexplicablemente, entre esos empresarios y hombres de negocios, logra colarse un muchacho arrogante y aventurero, de aires rebeldes y desafiantes, sin experiencia alguna en los negocios pero con una marcada pasión por el hotel, dice el nuevo narrador. ¿Suena conocido? Los ecos del thriller neo-noir se escuchan en todo el edificio. Pero más allá de la historia y el uso del género, destaca la estructura del cuento en cuestión. De elementos particulares saltamos hacia atrás para ver que Llinás no sólo ha fusionado ingredientes para darnos una cena distinta, sino que demuestra en la apertura que además de tener aptitudes para la cocina, tiene la gracia de saber contarla. En principio el narrador, cual guía turístico, da la entrada a la curiosidad contando un poco lo que interiorizamos adentro. De hecho afirma que, para ponernos a tono, todo lo que se cuenta en este film es cierto, aunque por ratos no lo parezca. Luego el rasgueo trepidante y ¡paf! El señor G. en el hotel, en el ahora, abriendo ventanas, abriendo puertas, corriendo tablas, abriendo puertas, cerrando puertas. Eso es todo lo que hace, y ese, precisamente, es el chiste. El recurso temporal de mostrar el presente del personaje le da la verosimilitud. Llinás no necesita mayor sustancia que esa para convertir una mera anécdota de la ficción en una anécdota de la realidad. No es que el señor G. no haga nada, es que hace cosas sin sentido; así se demuestra el truco.
Mientras van y vienen los giros imprevistos y sin mayor explicación, comienza a sonar una canción que presenta la historia de los dos jovenes. La historia continúa y una vez que llegamos al desenlace –por respeto intento no lanzar muchos datos- la canción vuelve a aparecer pero con los subtítulos de la letra. Habla de ellos dos: de los sentimientos de la francesa por el joven y solitario G. Así la historia ya completada adquiere ribetes sentimentales y personales, se da paso al imaginario y en nuestra mente volvemos atrás para agregar datos de otras tonalidades. Y sólo por una canción. En general las voces –no me refiero a las voces en off- del resto del film son un tanto planas, en cambio acá creemos escuchar a Llinás en el joven G., en la francesa fatal, y también en sus sorpresas: el final por ejemplo. Una vez que la canción termina saltamos al presente con el señor G. subiendo la aguja del tocadiscos y guardando en un cajón el desparramo de papeles, cartas y, justamente, las fotos que se usaron para contar la historia. El señor G., antes de cerrar, toma mate riéndose del absurdo.

Una voz de frases golpeadas, serias y documentadoras. Es el ejercicio casi científico por describirlo todo. La narración grave y detallada vuelve ridículos e irrisorios los objetos más frecuentes. De hecho a veces, no hay mucho que decir. Estas hileras pronto se duplican, y-triplican. A mediados de diciembre están…listas, explica la construcción de los puestos de feria playera; es el episodio de las playas, el tracto más documental de todo el film. Documental porque nos cuenta cosas que conocemos, no se pierde –bueno, a ratos sí- en las extravagancias de la ficción. Para los que han conocido la playa como un ejercicio habitual y familiar van a haber momentos iluminadores de por qué, a pesar de la playa, arena y sol, se volvía tan tedioso el ritual. Pero para los que no la conozcan, o no se reconozcan, con la próxima visita no podrán evitar prestar ojo a los protocolos y sus actores. La estacada del quitasol, un ejercicio relegado al varón; las caminatas eternas y repetitivas por la costa; los personajes como, el bañero; los niños con sus insólitos y elásticos juegos; y etcétera. Una descripción exhaustiva de la fauna playera que contrasta con lo fantástico de la historia siguiente: Miramar. Un pueblo que se hundió en el mar pero que nadie recuerda por qué; una Atlántida sin sus palacios ni tesoros, una Atlántida pobre, nos relatan en el fondo. Sin embargo, si el relato nos parece entrar en terrenos que sobrepasan nuestra fé, tenemos dos actores que, como la calcomanía del censo, nos dicen que esto es legal. Explícitamente, el caballero del bote, y en un nivel más silencioso y visual, el buzo que ilumina los edificios bajo el mar. Se vuelve dudoso, no sabemos qué tanto es mentira y verdad. La verosimilitud es abierta de mente, los acepta a todos.

Toda maravilla tiene sus manchas y puntas picoteadas. Zucco, el último episodio, pierde el matiz. Es el personaje de provincia que nos acerca un poco a la Argentina, y que a pesar de tener sus momentos, estos se vuelven un tanto forzados; esa risa que no marca el momento para reír sino que es-la-risa funciona sólo al principio, porque al principio lo conocemos poco. Las obras metálicas de Zucco y sus pinturas son risibles, pero aún así se nota que, al menos con esta muestra, Llinás tiene mayores aptitudes para contar historias y jugar con estas que para crear un personaje. El epílogo, sin embargo, funciona a la perfección. Se despide con la sonrisa del juego; de lo que se muestra, de lo que no y de lo que se cree; de la expectativa.

Suficiente muestra para escuchar con ganas y, bueno, también un poco de miedo a la tortura, las 4horas de Historias Extraordinarias

7 de julio de 2012

Salsipuedes (2012)



Son tiempos violentos. Ahora (y quizás siempre) cuando gritas buscando tus derechos es un palo y un chorro de agua el que te responde, no la cara del responsable. Mientras en los colegios hablan de guerras mundiales como anécdotas del pasado, al otro lado del mundo hay quienes continúan taladrando tierras con una metralleta en la mano. En la tele explotan los femicidios y el cinismo de varias políticas descarrila a los buses en la noche, mientras el bullying, como el compañero de intercambio, se sienta en los matinales a conversar. Sentimos que sabemos cómo disparar un arma, y también que encontrar un brazo mutilado en el basurero del pasaje no nos sorprendería tanto. Nos creemos más violentos de lo que somos. ¿Cuántas veces has peleado? Y cuesta diferenciar los recuerdos de las ficciones con los empujones furtivos en la básica. Por eso, después de tanta violencia explícita y mentirosa enmarcando los desayunos, recreos y viajes de todos los días, Salsipuedes exhala las consecuencias y las dinámicas que explican más que un cuerpo con sábana blanca a un lado de la calle.

En la escena inicial el contraste juega de la misma forma que la violencia posterior. Mientras suena un reggaetón en la radio, tenemos de frente en un plano fijo, el perfil angustiado y sugerente de Carmen (Mara Santucho). Sabemos de antemano que es una película sobre la violencia a la mujer, por lo que las suposiciones sobre la tristeza de Carmen desembocan todas en un mismo lugar, más aún cuando Rafa (Marcelo Arbach), su pareja, está en el fondo de la imagen clavando con una piedra las estacas de la carpa. Todo está insinuado, y es confirmado una vez que, por los reclamos de la carpa vecina, Rafa se sube al auto para apagar la radio. Adentro la imagen se vuelve asfixiante; le dice hermosa en un tono cómico mientras le toca la cara y le insiste, con la distancia de un especialista, que no se siga tocando o le van a quedar marquitas. Carmen gira la cara y se asoma el rostro golpeado.

De haber usado una cámara más libre en vez de los planos fijos, habría parecido documental porque el tratamiento, desde el guión, se monta con una postura no intrusiva. Es un retrato que además de no hablar de los moretones externos, tampoco te habla de los internos. Es más bien el relato de una dinámica, una dinámica por cierto focalizada; los involucrados de segunda clase son la madre y la hermana de Carmen, no hay nadie más, se podría esperar la postura del observador, el testigo del maltrato, pero no pasa; esto es un día de relajo en el camping con la novia, la suegra y la cuñada. Lo externo es sólo un paisaje.

La madre (Mariana Briski) llega y después de verle una basura en el ojo nota el moretón. Nada mamá, me caí en bicicleta. ¡Pero qué boba que sos, cómo no ponés las manos Tutuca! O algo así. Lo siguiente es mandar a Coco (Camila Murias), la hija menor, a buscar una crema al auto que como le contaba una amiga, hace maravillas. Así mientras maquillan la desgracia, damos cuenta de que la madre se hace la tonta y la hermana chica bromea con la obviedad de la situación. Aquí hay un plano fijo al rostro de Carmen mientras conversan; lo más cercano a una cámara intrusa por revelarnos en su pura observación las expresiones de Carmen frente a las bromas y los recuerdos de lo que pasó (más adelante está también este plano sobre su madre). Todo esto a la vez que se ríen de las vecinas y las mujeres de la familia para olvidar sus desgracias, recalcando que por no tener marido están gordas, solas o tristes. Notamos a Carmen tan cínica y desagradable como los demás, y eso es bueno, no queremos héroes ni victimas de intachable moral; la realidad se vale de matices para ser real. Sin embargo la búsqueda por refugio aflora: en un momento le dice a su mamá que la ama mucho y que le gustaría volver a vivir con ella, a lo que ella le responde con alguna negación, rechazando su abrazo y diciéndole que se vaya a hacer otra cosa, igual como más adelante esquiva su cabeza sobre su hombro en el lago. Así, haciendo caso a la tradición, damos cuenta que Carmen es igual con su hermana chica. ¡Qué pendeja mala onda! Así nunca vas a estar con nadie, le dice. Es probable que su madre sea también una mujer golpeada y que la casualidad de la crema sea en realidad una constante en su cartera.

Los colores y algunos cuantos encuadres son bien femeninos, lo que hace de contraste –otra vez- con Carmen, que de entre su cabeza despeinada y su pesado rostro resalta. El mejor ejemplo es el grupo que estaba al frente en el lago; los más vivos colores de una playa californiana.

Rafa es un tipo intrusivo, ácido y de un humor violento. Le dice a Carmen que si su madre y su hermana no encuentran comida en el almacén, entonces pueden comerse su salchicha. Y después del sexo anterior a la escena final le dice que tiene la vagina nauseabunda, que hay olor a muerto, que por qué no se lava etcétera. Sin embargo el acto final no funciona como desenlace de escape ni como acto de quiebre. Después de que Rafa desconecta las llaves del auto se nota que Carmen ya no es cómplice sólo en su silencio, sino también con la decisión sobre sus actos. Son pareja en un consenso mutuo, no hay castigo ni evasión.

Salsipuedes, escrita y dirigida por Mariano Luque, se presentó en la competencia argentina del BAFICI luego de haber sido seleccionada en la Cinéfondation de Cannes y haberse ganado los elogios de otros varios festivales. La vi luego de Lima Independiente y es sin duda una de esas películas que deberían tener mayor circulación. 

2 de julio de 2012

Verano (2011)


CineChile

Seré breve.

Esta película está muy lejos de ser como el anterior largometraje de Torres Leiva. Los planos largos y silenciosos que embellecían al sur y daban espacio a la contemplación, y por consecuente a la reflexión, fueron sustituidos por imágenes que simulan a las películas caseras que, precisamente, abundan (o abundaban) en verano. Son imágenes que nos relegan al ámbito de los recuerdos, desde donde emanan su nostalgia, y también al terreno íntimo de los hombres, desde donde afloran sus sombras y fantasmas. Se entrega uno y se pierde otro. Sin embargo la queja reside en otro punto, no en la decepción del fan que esperaba una continuación del primer encuentro, sino en el ejercicio mismo. Sabemos ya que el tempo y la visualidad de El cielo, la tierra y la lluvia han sido despreciados en favor de las sensaciones de la historia, pero entonces, cuando nos encontramos frente a un guión con varios personajes en que la línea de demarcación entre primario y secundario es difusa, uno espera que el valor de no encontrarse en la historia misma, bifurque hacia la caracterización y curiosidades de estos sujetos. Sin embargo – y aquí creo entra una ración de gustos y de la forma en que cada uno se conecta con la pantalla- falta esa seducción. Cuando hablamos de personajes necesitamos de momentos que los hagan expresar su sicología, y que así, con el correr del montaje, se vayan matizando hasta hacerse auténticos. Si no son excéntricos seductores entonces que sean vivos individuos, y lo último al menos sucede con Julieta Figueroa, el único personaje que extiende sus brazos a lugares en los que no estaba en un principio, mientras el resto del reparto se queda flotando junto al calor de las parrillas o los castillos de arena golpeados por el mar. Alguien podría pensar que esto quiere ser un retazo emocional del Verano, de hecho, es lo que la mayoría debe haber pensado antes de entrar a la sala, pero tampoco sucede, el estado inocuo al llegar los créditos es muy distinto al olor a tierra mojada que te impregna El Cielo. Incluso esta historia y ejercicio está más cerca de Turistas que otra cosa ¿Dije que Alicia Scherson fue la productora?.

Aunque los planos cercanos y palpitantes impidan la contemplación, existe la intención conceptual de acercarse a esos estados internos por los constantes planos del ojo humano. Pero a veces no hay peor tropiezo que la intención fallida o el concepto paralizado. Y si de continuaciones se trata, además del tema de la incomunicación que encuentra sus mejores expresiones en los silencios –que redundante-, están esas anécdotas intimas o momentos tiernos, parecidos a los que provoca Wong Kar-wai. En El Cielo la primera conversación es sobre el sueño de una de las chicas, donde inventaba la mantequilla y se hacía millonaria. En Verano, de entre otras cosas, alguien habla de cómo le decían cuando chica que no se comiera las semillas de la sandía o le crecería un árbol en el estómago, mientras otra intenta enseñar a su amiga (no recuerdo bien quién era) a doblar servilletas como le enseñaron en el restorán, pero tampoco se acuerda bien.

Dos pasos atrás y la nostalgia por lo pisado, chamuscado, abandonado. 

29 de junio de 2012

Hachazos (2011)



En Psicología existe la llamada teoría cibernética. Una teoría que, básicamente, intenta explicar cómo es que nuestro cerebro procesa la información. Esto lo expresan usando como ejemplo los mecanismos de un computador, de ahí el nombre. Así, lo que nos intentan decir es que el invento revolucionario se comporta, al igual que un martillo, como una extensión del hombre y que viene a ser a su vez una proyección de sus capacidades. Por ello es que el cine, aunque no se plante con las intenciones transables de la ciencia, se convierte en un ejercicio que trasciende las barreras a las que popularmente es adscrito. Si el computador simula la mente, la cámara simula el ojo. Las imágenes no son nunca azarosas y así tampoco el documental aprehende la realidad cual planta absorbe la luz en su fotosíntesis. La cámara encuadra, selecciona y luego proyecta. De esta forma el realizador se arma de un rifle de alto alcance más que de una red imprecisa, y en consecuencia, él es primero y luego la realidad, no viceversa. Cuando se monta o se captura una imagen lo que se hace manifiesto es el mundo interno de quien las maniobra y selecciona, dando cuenta en la proyección –cual vomito del ritual- la inauguración del edificio de los bosquejos internos. Un éxtasis que creo pocos directores conocen. Los procesos explosivos y desconocidos de la mente son relegados a las artes corporales y manuales donde el cuerpo está en un continuo contacto con el objeto, dando así la impresión de que las cosas logran deslizarse sin baches por el movimiento del cuerpo o la pintura del pincel. El cine en cambio es carretera con peaje. El cine se ha formado –explícitamente- como una construcción; una ficción que se conecta con reglas racionales y específicas de su lenguaje, algo que no deja de ser un reflejo de los hombres pero que ha dejado en una somnolienta era glaciar al mundo singular e inalcanzable de su primer responsable. Por ello es muy probable que, a esos intentos por girar la cámara contra la viscosidad del ojo, se les clasifique de cine experimental.

Claudio Caldini comenzó a hacer cine en los setenta, la década en que la Argentina, y tantos otros, comenzaban a tropezarse por las fisuras de la dictadura. Caldini sin pensarlo demasiado se dispone a quemar las naves y escapar a la India; no soportaba las atrocidades de un país que se ha vuelto irreconocible.

Y allá como que se volvió loco, es todo lo que sabemos.

En Hachazos, Di Tella no intenta hacer una biografía como las conocemos. Esta es también una biografía experimental ya que intenta reconstruir a Caldini en función de lo que fueron sus obras. Obras que, por cierto, no encuentran su valor en records de audiencia o valores históricos. Como bien dice la voz en off de Di Tella en la historia del cine argentino no existen, es como si nunca hubieran filmado nada. ¿Entonces qué nos queda? Caldini, su valija y sus archivos. No hay nadie más a quien satisfacer. Esto es un canal sin balbuceos entre su obra y su mundo, que en alguna ocasión logran montarse y convertirse en una única palabra. El mejor ejemplo puede ser ese sol en llamas que grabó en la India, en el atardecer de su locura, y que dice se corresponde perfectamente con la llamarada que él veía caer al mar. Caldini es un grande, un personaje entrañable.

Más adelante nos encontramos con la que debe ser la escena más memorable del filme. Caldini y Di Tella conversan frente a la cámara sobre la idea que tiene este último. Un hombre lleva toda su obra, que es toda su vida, dentro de una vieja valija de cuero comprada en la India, en un tren que va de Moreno a General Rodríguez, por el conurbano bonaerense. Pero si eso es ficción le responde Caldini, nosotros estamos haciendo un documental. Y en estos intercambios de ideas se van moviendo del encuadre haciendo parecer que a ratos es Caldini quien dirige a un Di Tella solo frente a la cámara. A punto de convertirse en auto-biografía, o en la película de un viejo del cine argentino que le dice a un contemporáneo cómo hacer un documental sobre él. De cualquier forma la escena se filma igual, y creo tiene que ver también con el camino de retorno que tiene el cine, ese viaje por el cual las imágenes terminan por afectar a la realidad, donde ya no son construcciones internas proyectadas sino ficciones que penetran y tallan a las personas. Filmar como se vive, vivir como se filma. Así este filme es un viaje reconstructivo no sólo por haber explícitamente reconstruido sus obras –Gaspar Noé debe empatizar con sus técnicas-, sino por haberse sentado y, en el ritual inadvertido de las imágenes, haber despegado al lejano y cercano mundo de nuevos tiempos. Una reconstrucción hacia el futuro. Y con la multi-proyección de sus obras lo que está haciendo es algo parecido; un regurgitar proyectivo de sus recuerdos. Después de quemar las naves, de romper con todo, de convertirse en un eterno viajero, es el hombre y sus recuerdos lo único que queda y el cine tiene la capacidad de volver esa relación material. ¿También quemaste los archivos? No, esos se van conmigo. Y se va, una vez más.

Si Las Pibas de Perroné -en el contexto de Lima Independiente- fueron el saludo de presentación para lo que conocemos, estrictamente, como cine independiente, entonces Hachazos te abraza en un hasta pronto sincero para el cine esencial, un ejercicio que como tu nombre y tus platos favoritos se va contigo hasta el finito; hasta que la luz queme el celuloide o el túnel te raye el digital.

14 de junio de 2012

Monsieur Lazhar (2011)



Muerte, unisex. Mu-er-te, tres sílabas. M-u-e-r-t-e, seis letras. En el final y sin retorno.

No sé más que eso.

Intenté hacer una descripción –introductorio ejercicio literario- de las certezas y efectos de la muerte. Certezas sobre el muerto y efectos sobre los vivos. Algo así como que la muerte, para el muerto, dura lo que se desvanece la imagen en el televisor apagándose. Mientras que para el vivo es una tarde de domingo con la pantalla en auto-zapping  y shuffle. Y algo de los fantasmas también. Algo como que el muerto se entierra y el fantasma es su recuerdo, o que enterramos los recuerdos y así los vivos nos hacemos fantasmas. No sé, al final no resultó. Sólo una vez fui al cementerio; y fue comiendo helado y sin flores.

Martine, la profesora del curso protagonista, se suicida la noche del miércoles en su salón de clases. El jueves en la mañana, Simón, mientras llevaba las leches para su curso, descubre su cuerpo colgando desde un tubo. La imagen es así; lejana, insegura y casi difusa. Simón (Émilien Néron), antes de ir por ayuda, queda aterrado sobre los casilleros que visten los dibujos tiernos y asimétricos de alguna mañana recreativa. La profesora que acude, casi en un acto reflejo, se lanza sobre los niños que vienen subiendo y sacando sus abrigos para refugiarse en las primeras clases de un nevado día. Que se pongan las chaquetas, que bajen, que vuelvan al patio. Sin embargo, Alice (Sophie Nélisse), curiosa y sigilosa, camina hasta la franja de vidrio que corta la puerta y hace de encuadre a la muerte violenta, mientras la profesora, cual heroico peatón que salva a su compañero de un atropello inminente, la tira en dirección contraria con la fuerza que quiebra una escena y arranca a los créditos de apertura.

Esa es la síntesis de la tragedia sin el factor Lazhar. Los profesores y apoderados juegan cartas sobre las lápidas mientras preparan zuko con el agua de las flores. Relinchando.

Bachir Lazhar (Mohamed Fellag) será el catalizador; la crisálida en la que se envolverá junto a los niños para salir de la convulsión en la que se encuentran. Hará de puente entre la visión de especialistas distraídos que tiene la institución y la inocencia de los niños que, como bien dicen en un momento, no están traumados, sus padres lo están. Trauma entendido no como el temblor que nos produce la muerte, sino como la incapacidad para sentir el movimiento telúrico. De esta forma la relación se enfoca sobre los dos niños del principio. Por un lado Simón se siente culpable por la muerte de Martine, y por el otro Sophie tomará las cosas con rabia, alegando que esto ha sido un acto de violencia y que por las naturalezas propias de la muerte Martine no puede, pero debería, ser sancionada. Una reacción que dista de la actitud de los adultos. ‘’No dejes que Simón traiga de nuevo la foto’’ dice la directora, cuando la foto de Martine dibujada con alas de ángel y una soga al cuello no es nada más que el reflejo de la inocencia de los niños, y la afirmación de que uno no muere hasta que es olvidado.

Lo mejor de Monsieur Lazhar, nominada al Oscar por Mejor Película Extranjera, son el tratamiento (parece que siempre) y sus concisos personajes. Hablar de la muerte ya es un tema nubloso y de luna llena, así que hablar de la muerte con niños es como jugar yenga mientras se cruza el pacífico en un bote pescador. Sin embargo acá esto se logra hacer con sinceridad y cautela, como se debe, y más ejemplificador de su pericia aún es el mostrar los errores de los adultos, sus tropiezos y las torpezas cuando intentan arreglar un tema tan vivo como la muerte. Los muertos no saben de su mundo, y los que no pueden conectar ni fantasmas son. Zombies tampoco. No sé que serán. Pero que, por ejemplo, nunca nadie se haya llevado las cosas de Martine, siendo que con la construcción a goteo de su personaje imaginario vamos notando lo frágil que era, y por sobre todo ansiosa de conectar los caminos lejanos y austeros que son las personas, es muestra de que sus colegas nunca estuvieron ahí, que al contrario, como fantasmas en vela pasaban a través de los demás sin percibirse ni sentirse. ‘’¿Por qué alguien se suicidaría acá?’’ le pregunta Lazhar a su coqueta compañera, a lo que ella responde ‘’¿Bajemos?’’, refiriéndose a la fiesta que tenían los niños unos pisos abajo.

Llegando al final de la película Lazhar cierra su luto, esa razón que la gente dice que uno necesita para poder decir adiós, goodbye, sayonara, chau-chau. De la misma forma, las cosas se van empujando para que Simón deje salir sus fantasmas y entienda que, muchas veces, los hechos se suceden confusos y los culpables caen como suposiciones de razonamientos erróneos. Gran actuación. Algo parecido con la composición de Sophie, que llega no con la fuerza de la interpretación, pero sí con ese fantástico contraste entre la inocencia y la sabiduría infantil.

Después de todo, del quiebre pausado de la crisálida, entendemos que las cosas de la vida y de la muerte no deben ser nunca etiquetadas ni uniformadas. Que el abrazo de un final logra entregar más que el tirón de un principio, y que muchas veces somos extranjeros en nuestros planetas intentando hacer nudos con los demás.