20 de abril de 2012

Janela da Alma (2001)

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Con la internet la información parece infinita, cuando lo cierto es que es finita y que la realidad son las posibilidades multiplicadas. Mentiría si dijera que antes la forma de acceder a la información era así y asá y ahora me siento maravillado con los caminos que me han abierto los medios masivos. Casi que nací con internet y nunca leía los diarios. Un casi que nací  porque la información se me desplegó conscientemente a los 17 y me instalaron banda ancha a los 14. Entremedio llegaron las películas y después de los tres sucesos asentados me di cuenta que, muchas veces, si quería saber de algo ni siquiera tenía que conocer su existencia, nada más había que esperar (en un sentido lírico) porque si era relativamente relevante este se mostraría por su cuenta. Suena medio bíblico: la información revelada., pero así parece que funcionara. Está este universo de datos flotantes y está la gente abajo mirándolos: con el tiempo, como alimentados por los ojos que los observan, agarran peso y caen como las tablas de moisés. Y así, después de navegar por varios circuitos, terminas acá. Quizás un amigo te recomendó a Elliott Smith y lo escuchas por primera vez; quizás estás pasando por algún quiebre o nada más es esa hora del día en que la melancolía se asienta y escuchar a un artista muerto te pone en sintonía; puede también que sea producto del azar, que luego del undécimo click por entre los related videos el punteo de esa guitarra te haya detenido y, después de unos segundos hipnóticos, el viaje fuera de foco a través de la ventana del auto te haya cautivado. Así, Janela da Alma, sin buscarla ni esperarla, te golpea en la cara como esas hojas de diario que en las caricaturas de la infancia traen alguna revelación o una noticia importante que quiebra la trama; que nos quiebra el día con la curiosidad que traen los mundos extraños. Después de todo, estamos bombardeados siempre por los mismos temas: que la noticia policial, que la chick-flick, que si es coca-cola la bebida, que bienvenido a copec buenas tardes mi nombre es Matías en qué lo puedo ayudar, que el cuadrado del binomio, que no me siento para dar el asiento, que los comerciales en el metro, que el afiche en el paradero, que si llevo hallulla o marraqueta y en la casa los mismos fideos de ayer. Poco sabemos sobre los mundos ajenos y, no sé ustedes, pero el Aló Eli nunca me gustó.

En resumen, el documental se estructura alrededor de las ideas de estas 19 personas que sufren algún tipo de discapacidad visual: desde el estrabismo hasta la ceguera total; discursos que son a la vez atravesados por distintas imágenes, como el video mencionado en el párrafo anterior, que nos ponen a tono con el mundo al que volamos. Vale mencionar que
Walter Carvalho, el director de fotografía de Central do Brasil, además de co-dirigir Janela da Alma junto a Joao Jardim, fue el encargado, obviamente, de la fotografía, así que hay una mano conocida y validada tras este trabajo, lo que a la vez reafirma la sorpresa de por qué no nos habíamos topado con esto antes.

Discapacidad es un término engañoso, al final, de manera consciente o no, damos cuenta de que varios de ellos nunca se han sentido inferiores por su condición y que han logrado conformar su mundo sin ningún problema aparente. Si los ojos son las ventanas del alma, estos condicionan solo en parte nuestra vida: el vidrio puede ser transparente, estar trisado o tener teñidos cromáticos, siendo sus características un agregado, nunca un determinante. Partamos con que no vemos con los ojos, vemos a través de ellos, y, si se me permite caer en metáforas un tanto revueltas, me imagino una linterna que apunta hacia el patio, hacia afuera; desde adentro y a través del vidrio de la ventana de esta casa de campo vamos iluminando como el foco solitario de un teatro a oscuras. Esa linterna se parece mucho más al acto de ver que la simplicidad de la biología visual. Puede que afuera llueva, que el vapor del respirar nuble el vidrio, incluso que la ventana esté muy alta y ya no podamos ver el pasto sino sólo una línea de estrellas en lo alto, pero independiente de tantos factores, al fin y al cabo, el que prende o apaga la linterna, el que apunta y encuadra dentro de esta vasta gama de posibilidades, es uno. Entonces ¿Cómo debemos ver? ¿Hay acaso una lista de características única y fundamentales? El profe de Biología diría que sí, que la evolución de la especie depende de ello. Pero la verdad es que en estos tiempos en que hemos dominado el ambiente y es la individualidad lo que prepondera, tener una discapacidad nos afirma como individuos y reafirma otras capacidades que de otra forma quizás nunca hubieran existido.
Wim Wenders, por ejemplo, decía que a los treinta se decidió por usar lentes de contacto, pero que a los pocos días, inconscientemente, se encontraba buscando sus lentes viejos porque le hacía falta el encuadre que le daban, sin ellos la vista era muy amplia y, como cineasta, tenía la necesidad de seleccionar. No hay ejemplo más cinematográfico que ese.

En
Waking Life hay un momento en que uno de los tantos personajes con los que se encuentra Wiley Wiggins le dice algo así como que las palabras son inertes. En el principio, claro, funcionaban bien: cuando necesitamos agua o queríamos avisarnos del peligro inminente nada más les inventamos un sonido. ¿Pero qué pasa después? Cuando comenzamos a hablar de nuestras frustraciones, del amor, de los sueños. Con las cosas es fácil, pero ¿Y las sensaciones? Cuando hablamos de ellas, decía, estas palabras cruzan hasta el cerebro del otro y se corresponden con las propias experiencias que estén asociadas a esa idea, de ahí viene el “ah, entiendo”, sin embargo  ¿Qué es lo que se entiende? Se entiende de lo que estamos hablando; un circuito limitante de lo que puede ser que el otro se refiera, pero nunca como una correspondencia perfecta; nunca como la respuesta correcta, sólo como un porcentaje aproximado. Estamos solos, dicen. Pero Janela da Alma, en un nivel que bien puede estar sólo en la particular subjetividad de quien escribe, lo anuncia como un regalo. Una individualidad que es más el postre helado de una comida demasiado pesada, que las ásperas vueltas de una noche de insomnio.

Después de todo, en tiempos donde las imágenes se manipulan como los objetos de una línea de ensamblaje para vender más que comunicar, el cine se alza como la proyección de, precisamente, esa individualidad propia del mundo solitario al que cada uno pertenece.

16 de abril de 2012

La Niña Santa (2004)

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Llegué al cine de Martel hace poco, atrasado. No por los caminos tradicionales si se le quiere decir. De hecho, creo que me comí el menú al revés. Fue por Evidencia Física, el libro de selección de críticas de Kent Jones, que supe que existía alguien, al otro lado de la cordillera, que se llamaba Lucrecia Martel. De esos encuentros aunque inversos, agradables.

De entre los tópicos de La Niña Santa hay uno que se reconoce fácilmente: La niña de clase media alta y de educación católica que comienza a descubrir su sexualidad, al amparo de esta contradicción entre la educación y sus impulsos naturales. Claro que acá hay un elemento nuevo, el elemento siniestro que distorsiona a una situación más subterránea, que es también una de las marcas de Martel y que desemboca en el género al que se le ha adscrito. Kent Jones afirmaba que parecía ser una cualidad de las mujeres al estructurar historias no presentar el mundo del filme en la introducción formal de los primeros minutos. Sin embargo la situación de la niña de colegio de monja, que cuchichea y ríe sobre los chismes del colegio a espaldas de la profesora, y que es luego acosada por un doctor que se hospeda en el hotel que ella vive con su madre, queda presentada en el primer cuarto de hora. Lo que sigue a eso es, básicamente, el enamoramiento de la niña, el acercamiento del Dr. Jano (Carlos Belloso) a Helena (Mercedes Morán) y por último la casi-resolución del conflicto. Aquellos personajes que no son presentados aún y que se van descascarando como un huevo duro hasta los finales del filme, tienen que ver con el manejo paulatino de la información que tiene Martel, y que no tiene nada que ver con la estructuración pasado, presente, futuro sino con una cosa, yo creo, más autoral, en donde las cosas se presentan sutilmente, donde más que esconderse simplemente no están a la vista; como cuando pasa la foto por las niñas en la primera escena, o cuando Amalia (María Alche) está con Helena en la habitación y leen el diario con las conferencias. En esa escena si no se presta suficiente atención sería fácil dejar pasar que Amalia ya conoce la situación que se acaba de armar; que sí vio en el primer momento a la persona que la acosó y que sí sabe que es un doctor que está en el hotel. Es otra forma de darle realidad a su universo. Mientras algunos usan tomas largas, amplias y estáticas, Martel juega a desenredar la información. Por ejemplo, si de encuadres se trata, cuando se presenta al tipo con el que se frecuenta la amiga de Amalia, este está escondido bajo las sabanas de la cama de la abuela, luego jugando toma a Josefina (Julieta Zylberberg) y la tira sobre la cama. Ahí la cámara cambia sobre los dos y sólo queda la mitad del perfil del tipo mirándola y directamente dando sus intenciones. Después el encuadre cambia, se aleja, y ahora hacia el frente está el perfil de Josefina con el chico sobre ella, acá de su rostro se ve más, pero la oscuridad de la habitación, o el maquillaje quizás, siguen dándole a su rostro cortado una apariencia siniestra, que claro, es realzado por lo que no sabemos y la naturaleza propia de la escena. Una imagen de él que es muy distinta a cuando lo vemos en la fotocopiadora.


Otro tópico aún más repetitivo es el del la familia disfuncional. Sin embargo para Martel esto corre bajo la historia, o en paralelo, como se le quiera decir. La familia disfuncional está ahí, acompañando, de ambientación a la historia que se va sucediendo. No hay tratamientos extensos ni menos morales sobre la familia y sus quiebres. Cuando Mirta (Marta Lubos) le dice a su hija que si le sigue hablando así no encontrará otro trabajo como cocinera, ésta le responde que ella no es cocinera, es Kinesióloga, y ahí queda. Los encuentros siguientes entre ellas dos son al margen de los eventos que mueven el guión, como sucede con los demás personajes. A Helena Mirta debe decirle que su ex marido va a tener mellizos, nadie le quiere decir directamente, hasta Amalia sabía y si no le dijo a Helena es también por la poca comunicación que hay entre las dos. Josefina tiene sexo en la cama de su abuela. El hermano de Helena, antes que supiéramos que es su hermano, llega en la noche a acostarse en la cama con ella y Amalia, y más adelante vemos cómo él se queja de que no puede ver a sus hijos pero es incapaz de hablar con ellos por teléfono. Algo parecido a lo que sucede con el personaje del Dr. Jano, que está transgrediendo su integridad como padre de familia en dos niveles: Primero al entablar una relación con Helena; Y segundo, más abajo, al acosar a una menor de edad que resultó ser la hija de Helena. El otro personaje masculino es el de este doctor que anda tras las promotoras y corre por la piscina con una botella de champagne. Personajes masculinos perversos que están bien construidos en su decadencia, al igual que la psicología chismosa y media desesperada de las mujeres, más los interminables actos y diálogos de dobles lecturas. Como cuando Helena está con el Dr. Jano en el bar con una música sensual de fondo, y se acerca el Barman para decirle que al teléfono estaba Don Manuel; ella le repite insistentemente ‘¿Qué Manuel?’ Hasta que este le responde ‘Su ex marido’, ahí entonces sonríe y mira al Dr. Jano que se ríe también.

Martel tiene como eje central de su autoría, quizás por el largo discurso que hay tras él, al sonido. En el cine es la herramienta de la imagen la que llegó primero y ha dirigido el camino. El sonido vino después, a complementar. Sin embargo para Martel el sonido tiene cualidades igual de especiales e importantes que la imagen. El oído carece de párpados, dice, del sonido no nos podemos escapar, fluye indiscriminadamente por la piscina vacía que es la sala del cine. Y a partir de esa idea lo convirtió en un conductor de la historia y la emocionalidad de sus personajes.
Cuando vemos a Helena bailando en su pieza con los niños, es la música lo que, como a su cuerpo, lleva la escena. Por eso cuando la radio es cortada por Mirta la acción cambia de carril y salta a otros lugares. Lo mismo de escena a escena; cuando el Doctor Jano está conversando con Helena coquetamente y de fondo está esa (la única) música sensual, la tranquilidad y concentración de la situación es cortada por el sonido de la manguera de agua en manos de Josefina rugiendo sobre los niños en la escena siguiente, y que no tiene otra utilidad que romper con la previa sensación y hacer de hilo conceptual con el trabajo autoral (en la ciénaga las niñas eran perseguidas por unos niños que les lanzaban globos de agua).
Cuando las niñas se bajan en el puente donde ocurrió el accidente, el sonido del bus pasando sobre las maderas del susodicho pautea la historia que la niña va contando. Después cuando se asustan y cruzan corriendo la carretera se escucha el sonido del camión mucho antes que este aparezca, y por último cuando van bajando la colina y se pierden se escuchan unos disparos que no tardan en resolverse: eran unos tipos que andaban cazando conejos. Disparos que salen de la nada para servir de ambientación y que luego son explicados así mismo como llegaron, de la nada. Cuando la ficción se vuelve ridícula con sus tantas posibilidades.
Pero después de todo ese tratamiento técnico, en La Niña Santa el trabajo con los sonidos termina por inmiscuirse dentro de la obra al ser parte de la profesión del Dr. Jano preocuparse de cómo el paciente escucha. De ahí que esos encuadres cortados muchas veces estén enmarcados sobre el oído.

Además de la herramienta del sonido están esos otros objetos que se van repitiendo a través de sus películas, y que para los cinéfilos (o al menos para mí) son tan fascinantes como las anomalías de la mente para el psicólogo. En La Mujer Sin Cabeza la salud del pelo cruza el filme entero, acá Helena se queja del shampoo del hotel. En La Ciénaga la pileta está tan presente como en La Niña Santa. El tema del agua también recorre la filmografía junto a las mujeres deambulantes. Las camas y su cotidianeidad horizontal también. Las mujeres jóvenes protagonistas de aquí y La Ciénaga se parecen bastante, tanto físicamente como en desplante, ambas moviéndose en sus bañadores. Y por último la imagen difuminada, borrosa, susurrada; Amalia golpeando con su uña un fierro tras una mampara de plástico fuera de la piscina, una situación siniestra y acechante para el Dr. Jano. Cuando el hombre desnudo cae del segundo piso como señal para Amalia se mantiene en suspenso tras la cortina hasta entrar por el ventanal a la casa. La conversación de Josefina con su madre en la ducha, o por último, en su naturaleza más directa, las toma en que los personajes emergen difuminados, del fondo de la imagen. En La Mujer Sin Cabeza esto también pasaba con la lluvia en la ventana del auto.

Así como en la resolución del asunto de los disparos, en los diálogos se mencionan otras tantas ridiculeces sobre la religión y la clase. Amalia le cuenta a su madre que Josefina se va a cortar el pelo y lo va a donar para la peluca de la virgen, y Josefina le dice a su madre, mientras ella discute con una amiga, que la nana se lava los dientes en el lavaplatos porque ella no la deja usar el baño. Además de las interminables preguntas que hacen las niñas sobre ‘¿Cómo reconocer el llamado de Dios?’ y lo ambiguo que suena el tema de la vocación que, al final, la profesora nunca logra responder, avasallada por este grupo de jóvenes adolescentes donde cada una cumple un rol; La curiosa, la extraña, la pesimista, etcétera.

Por último están los espacios. La atmósfera del hotel dista de las expectativas que uno tiene sobre los lugares de paso, que tienden a ser acogedores y luminosos. Acá la pieza de Helena está siempre oscura con sus cortinas cerradas, donde a ratos invade una mucama para echar insecticida o aromatizante, nunca se sabe. Los colores son pálidos y en general monocromáticos. Casi se sienten las partículas de polvo flotando al ritmo de la película. Además de que las tomas son por lo general cerradas; con los cuerpos encima y sin muchos espacios libres. Todo eso culmina en la atmósfera siniestra de un espacio predominante, claustrofóbico, que sólo se drena al final.