5 de noviembre de 2011

L'eau Froide (1994)

Muchas películas hay sobre la adolescencia. En exceso de hecho. Los que más consumen películas son los jóvenes y es claro lo que eso produce en la línea de ensamblaje. Hay películas que toman grupos de adolescentes y sus peripecias, como American Graffiti y Dazed and Confused. Hay otras que son más estéticas e imaginativas como Submarine. Pero todas en general son pequeñas historias que transcurren en ese extraño y tormentoso cruce de peatón por carretera sin puente. En eso se mueven, en el adolescente y sus amigos, el adolescente y su familia, el adolescente y sus momentos dramáticos. Y no es que quiera menospreciar las pequeñas historias, para nada, nunca he creído que una película pueda ensalzarse nada más por un valor magnífico; ser una fotografía de un momento de la historia o un asunto más grande que la historia de sus personajes, sería una burda pretensión intelectual, un vomito sobre el presente, un odio a las cosas pequeñas de las que se disfruta sin sumar, como el católico que sermonea sobre el pecado carnal. Volviendo a lo anterior, L’eau Froide narra el rollo de estos dos adolescentes porque son adolescentes. No se trata tanto de ellos dos, o quizás sí se trata de ellos dos, pero lo peculiar que resalta en esta (tan repetida) historia es la narración visual sobre la adolescencia. No recuerdo haber visto película que la tome así, como objeto y tema al mismo tiempo. La familia, la policía y el colegio son una función; hacen parte del paquete para formar una idea más grande. Así como en su momento American Beauty le sacó la foto a la sociedad gringa, L’eau Froide es la foto de un francés a la turbulencia que todos vivimos en la pubertad. Esas ganas de escapar, de no hacer caso a la realidad que otros construyeron, querer irse, armar las maletas, viajar y construir otra cosa, algo más tuyo, más nuestro, en un consenso mutuo y no en la resignación de las cosas que nos tocaron.

Así como la misma funcionalidad que tienen los personajes y sus motivos es que se muestra un valor simbólico en los escenarios y sus elementos. Tomar la bicicleta y adentrarse en el bosque hasta llegar a esa casa en que todos fuman, bailan y escuchan música en la mitad de la nada. Escaparse de manicomios, escaparse del colegio, de los padres. Quemarlo todo en el éxtasis de la combustión. La pipa de la paz. La mujer que camina entre la gente cortándose el pelo, la mujer que después se desnuda en el río en la misma imagen purificadora que abre Last Days, la misma mujer que a la escena siguiente desaparece, dejando un papel en blanco y un río turbulento (por cierto un papel que corría libre, la actuación con más personalidad). Todo eso se sobrepone a los personajes, pero en equilibrio, no se convierte en un ensayo sobre la adolescencia ni tampoco en estas películas donde los personajes se quedan en los adjetivos, claro que tienen función, pero el desplante y el diálogo sale natural, uno se lo cree, no parece la lectura de una caja de pastillas, es la justa interpretación. Assayas tiene eso, como si grabara muy tranquilo, mientras se toma la once, entre una taza de café y un pan con mantequilla.

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