16 de agosto de 2011

Sex, Lies and Videotape (1989)


Ya, esto es simple. Son cuatro los actores principales (personajes superiores a sus actores), y muchos extras no son necesarios porque las locaciones son pequeños espacios cerrados que se repiten y repiten. Consecuencia de ello (o viceversa) es un bajo presupuesto: uno-coma-dos millones de dólares, que sinceramente, no sé cuánto es. Pero tampoco importa, es notablemente un gasto ínfimo cuando hablamos de lo que se recaudó: veinticuatro palitos más.
Un triunfo para el cine independiente. Fuera otra época y se harían santitos con el afiche; un capítulo bíblico para los cinéfilos que se enredan con sus sábanas. Por eso marcó; por ser una película limpia, libre del ruido de la máquina comercial y la suciedad de sus desechos. Acá lo único que existe, y existe porque por ello no se cobra, es el guión. Tal como Jarmusch, ambos se valen de las letras y las ideas que no pueden ser ni liquidadas ni puestas en ofertas. Y sonará romántico, pero no hay como el valor del pensamiento; eso que brota y brota y brota sin tener que pedir permisos o leer instrucciones de formulario.
Para Soderbergh fueron otros tiempos parece. Su opera prima quizás; su obra más auténtica. No he visto así de ver sus obras de siglo 21, pero poco importaría la verdad. Sex, Lies and Videotape es la instantánea de un momento, y es aquella foto con sus formas y colores de lo que se debe hablar.

La historia es relativamente simple. Más que simple quizás, es natural. El escenario y sus personajes no tienen nada de espectacular. John (Peter Gallagher) puede ser el único que podríamos llamar espectacular, pero por la mera razón de que es el único que se queda atado al esteriotipo. Por otra parte los demás personajes se observan, callan, se quiebran y sobretodo cambian. Y eso, paradójicamente, vuelve a la película espectacular (qué-fea-palabra).

El meollo del asunto es el sexo. De allí luego se desprenden las infidelidades, sus traiciones, y problemas varios. Sin embargo en ningún momento (y esto es obvio) es un problema del cual la película se sustenta; nunca es la explosión o exposición dramática el enganche. Me refiero a que lo importante acá es aquel infinito tratamiento que no se detiene hasta el final de la película. Punto importante. Después de todo si abstraemos el suspenso a su más nítido significado nos daríamos cuenta de que está en toda gran película, y quizás porqué no, es también el esqueleto fundamental de ellas mismas. Si hubiéramos conocido la historia de Graham (James Spader) en su conversación de cafetería con Ann (Andie MacDowell) todo habría perdido sentido, porque su historia es más bien cursi y víctima; queda mucho mejor el personaje medio maldito y desconocido sobre el que se vuelcan el par de hermanas. Que por cierto entre ellas está quizás la relación más auténtica del guión; aquella perversión de primer orden. Perversión que no se limita al asunto sexual. Claro que no, esa envidia descarnada que se muestra mutua llegando al final es creo uno de los lugares más oscuros de la mente. Agradable cuando se abren puertas sin manilla y con una linterna se hurguetea por los rincones. Un gusto morboso quizás, porqué no.
Una historia que nunca se detiene; que tendrá diálogos relativamente extensos y quizás de no gran exaltación, pero siempre en movimiento; de una escena a otra siempre hay un cambio, y al menos hasta poco más pasada la mitad no se paran de descubrir cosas importantes.
Las cintas, las malditas cintas; el recuerdo rodante de las cosas que nadie quiere decir, y que al decirlas, se consuelan pensando que se han de perder entre el polvo y las alfombras.

Definitivamente estas son las películas que me gustan. No necesitan porqué volverse contemplativas, siguen siendo independientes con sus bocas abiertas y en movimiento. Nadie cobra por paso que se da con la cámara sobre el hombro, y esperemos tampoco por la saliva gastada por segundo.

Pegadita a Night On Earth, 
ahí,
amarradas con cinta de video.

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